martes, 6 de septiembre de 2016

La idea y la acción - Piotr Kropotkin

Los siguientes fragmentos corresponden a los capítulos II (La Idea) y III (La Acción), del libro «La Gran Revolución Francesa» de Piotr Kropotkin (Libros de Anarres, 2015, Colección Utopía Libertaria, basada en la traducción de Anselmo Lorenzo, realizada para «La Escuela Moderna» de Francisco Ferrer i Guardia). La Gran Revolución, obra que contó con el apoyo de James Guillaume y Ernest Nys, fue publicada originalmente en 1909 y constituye el fruto de más de 20 años de investigación. Para consultar el libro íntegro pueden hacer clic aquí. ¡Salud y buena lectura! (N&A)



CAPÍTULO II


LA IDEA 

Para comprender bien la idea que inspiró a la burguesía de 1789, hay que juzgarla por sus resultados, los Estados modernos.


Los Estados organizados, tal como los observamos hoy en Europa, sólo se bosquejaban al final del siglo xviii. La centralización de poderes que se advierte en nuestros días no había alcanzado aún la perfección ni la uniformidad actuales. Ese mecanismo formidable que, mediante una orden dada desde una capital, pone en movimiento todos los hombres de una nación dispuestos para la guerra, y los lanza a la devastación de los campos y a causar duelo en las familias; esos territorios cubiertos por una red de administradores cuya personalidad es totalmente borrada por su servidumbre burocrática y que obedecen maquinalmente las órdenes dictadas por una voluntad central; esa obediencia pasiva de los ciudadanos a la ley y ese culto a la ley, al Parlamento, al juez y a sus agentes, que se practica hoy; ese conjunto jerárquico de funcionarios disciplinados; esas escuelas distribuidas por todo el territorio nacional, sostenidas y dirigidas por el Estado, donde se enseña el culto al poder y la obediencia; esa industria cuyos engranajes trituran al trabajador que el Estado entrega a discreción; ese comercio que acumula riquezas inauditas en manos de los monopolizadores de la tierra, de la mina, de las vías de comunicación y de las riquezas naturales, y que sostiene al Estado; esa ciencia, en fin, que aunque emancipa el pensamiento y centuplica las fuerzas de la humanidad, pretende al mismo tiempo someterlas al derecho del más fuerte y al Estado; todo eso no existía antes de la Revolución.

Sin embargo, mucho antes de que la Revolución se anunciara por sus rugidos, la burguesía francesa, el Tercer Estado, había entrevisto ya el organismo político que iba a desarrollarse sobre las ruinas de la monarquía feudal. Es muy probable que la Revolución Inglesa contribuyera a anticipar la idea de la participación que la burguesía iba a tener en el gobierno de las sociedades. Es cierto que la revolución en América estimuló la energía de los revolucionarios en Francia; pero también lo es que desde el principio del siglo xviii y por los trabajos de Hume, Hobbes, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Mably, D’Argenson, etcétera, el estudio del Estado y de la constitución de las sociedades cultas, fundadas sobre la elección de representantes, se había convertido en el estudio favorito, al que Turgot y Adam Smith unieron el de las cuestiones económicas y el de la significación de la propiedad en la constitución política del Estado. 


He aquí por qué, mucho antes de que la Revolución estallara, ya fue entrevisto y expuesto el ideal de un Estado centralizado y bien ordenado, gobernado por las clases poseedoras de propiedades territoriales o industriales o dedicadas a las profesiones liberales, y hecho público en numerosos libros y folletos, de donde los hombres activos de la Revolución sacaron después su inspiración y su energía razonada.

Es por esto que la burguesía francesa, en el momento de entrar, en 1789, en el período revolucionario, sabía bien lo que quería. Ciertamente no era republicana –¿lo es hoy?–, pero estaba harta del poder arbitrario del rey, del gobierno, de los príncipes y de la Corte, de los privilegios de los nobles que monopolizaban los mejores puestos en el gobierno, sin saber nada más que saquear al Estado, como saqueaban sus inmensas propiedades sin valorizarlas. Era republicana sólo en sus sentimientos y quería la sencillez republicana en las costumbres, como en las nacientes repúblicas de América; pero quería también el gobierno para las clases poseedoras.

Sin ser atea, la burguesía era librepensadora, pero de ninguna manera detestaba el culto católico; lo que detestaba era la Iglesia, con su jerarquía, sus obispos, que hacían causa común con los príncipes, y a sus curas, convertidos en dóciles instrumentos en manos de los nobles.

La burguesía de 1789 comprendía que en Francia había llegado el momento –como había llegado ciento cuarenta años antes en Inglaterra–, en el que el Tercer Estado iba a recoger el poder que caía de manos de la monarquía, y sabía lo que quería hacer con él.

Su ideal consistía en dar a Francia una constitución modelada sobre la constitución inglesa; quería reducir al rey al simple papel de funcionario registrador, poder ponderador a veces, pero encargado principalmente de representar simbólicamente la unidad nacional. En cuanto al verdadero poder, elegido, había de ser entregado a un parlamento en el que la burguesía instruida, representando la parte activa y pensante de la nación, dominaría al resto. Al mismo tiempo se proponía abolir los poderes locales o parciales que constituían otras tantas unidades autónomas en el Estado; concentrar toda la potencia gubernamental en manos de un ejecutivo central, estrictamente vigilado por el Parlamento, estrictamente obedecido en el Estado, y que lo englobase todo: impuestos, tribunales, policía, fuerza militar, escuelas, vigilancia policíaca, dirección general del comercio, ¡todo!; proclamar la libertad completa de las transacciones comerciales, dando al mismo tiempo carta blanca a las empresas industriales para la explotación de las riquezas naturales, lo mismo que a los trabajadores, a merced en lo sucesivo de quien quisiera darles trabajo.

Todo debía ponerse bajo la intervención del Estado, que favorecería el enriquecimiento de los particulares y la acumulación de grandes fortunas, condiciones a las que la burguesía de la época atribuía necesariamente gran importancia, ya que la misma convocatoria de los Estados Generales tuvo por finalidad hacer frente a la ruina financiera del Estado.

Desde el punto de vista económico, el pensamiento de los hombres del Tercer Estado no era menos preciso. La burguesía francesa había leído y estudiado a Turgot y Adam Smith, los creadores de la economía política; sabía que sus teorías habían sido ya aplicadas y envidiaba a sus vecinos, los burgueses del otro lado del Canal de la Mancha, su poderosa organización económica, así como les envidiaba su poder político; aspiraba a la apropiación de las tierras por la grande y pequeña burguesía, y a la explotación de las riquezas del suelo, hasta entonces improductivo en poder de los nobles y del clero, teniendo en esto por aliados a los pequeños burgueses rurales, ya fuertes en los pueblos aun antes de que la Revolución multiplicase su número; ya entreveía el desarrollo rápido de la industria y la producción en masa de las mercancías con ayuda de las máquinas, el comercio exterior y la exportación de los productos industriales al otro lado de los océanos: los mercados de Oriente, las grandes empresas y las fortunas colosales.

La burguesía comprendía que, para llegar a su ideal, ante todo debía romper los lazos que retenían al campesino en su aldea; le convenía que estuviera libre de abandonar su cabaña e incluso obligado a emigrar a las ciudades en busca de trabajo, para que, cambiando de patrón, aportara dinero a la industria en lugar del tributo que antes pagaba al señor, el que, aun siendo muy oneroso para él, era de escaso beneficio para el amo; se necesitaba, en fin, poner orden en la hacienda del Estado e impuestos de pago más fácil y más productivo.

En resumen, se necesitaba lo que los economistas han llamado libertad de la industria y del comercio, pero que significaba, por una parte, liberar la industria de la vigilancia meticulosa y mortal del Estado, y por otra, obtener la libertad de explotación del trabajador, privado de libertades. Nada de uniones de oficio, de asociaciones gremiales, de jurandes (3), ni maestrías que puedan poner freno a la explotación del trabajador asalariado; nada de vigilancia del Estado que pueda molestar al industrial; nada de aduanas interiores ni de leyes prohibitivas. Libertad entera de comercio para los patrones y estricta prohibición de asociarse entre los trabajadores. “Dejar hacer” a unos, e impedir coaligarse a los otros. 


Tal fue el doble plan concebido por la burguesía. Así, en cuanto se presentó la ocasión de realizarlo, fuerte con su saber, con claridad en sus propósitos, habituada a los “negocios”, la burguesía no dudó en trabajar en el conjunto y sobre los detalles para implantar esos propósitos en la legislación; y trabajó con una energía tan consciente y sostenida que, por no haber concebido y elaborado un ideal en oposición al de los señores del Tercer Estado, el pueblo jamás había tenido.

Sería injusto decir que la burguesía de 1789 fue guiada sólo por objetivos estrechamente egoístas. Si así hubiera sido, sus tareas no hubieran tenido éxito, porque siempre es necesaria una chispa de ideal para no fracasar en los grandes cambios. Los mejores representantes del Tercer Estado habían bebido, en efecto, en el manantial sublime de la filosofía del siglo xviii, que contenía en germen todas las grandes ideas que surgirían después. El espíritu eminentemente científico de esa filosofía, su carácter esencialmente moral, aun cuando se burlara de la moral convencional; su confianza en la inteligencia, la fuerza y la grandeza que podría tener el hombre libre cuando viviera rodeado de iguales; su odio a las instituciones despóticas; todo eso se hallaba en los revolucionarios de la época. ¿De dónde sino habrían sacado la fuerza de convicción yla generosidad de las que dieron pruebas en la lucha? También ha de reconocerse que entre los mismos que trabajaban más para realizar el programa de enriquecimiento de la burguesía, los había que creían con sinceridad en que el enriquecimiento de los particulares sería el mejor medio de enriquecer la nación en general, ¿no lo habían predicado así, con total convicción y con Smith a la cabeza, los mejores economistas?

Pero por más elevadas que hayan sido las ideas abstractas de libertad, de igualdad, de progreso libre en que se inspiraban los hombres sinceros de la burguesía de 1789-1793, debemos juzgarlos por su programa práctico, por las aplicaciones de la teoría. ¿En qué hechos se traduciría la idea abstracta en la vida real? He ahí lo que ha de darnos la verdadera medida.

Si bien es justo reconocer que la burguesía en 1789 se inspiraba en ideas de libertad, de igualdad (ante la ley) y de emancipación política y religiosa, tales ideas, en cuanto tomaban cuerpo, se traducían en el doble programa que acabamos de bosquejar: libertad para utilizar las riquezas de todo tipo en el enriquecimiento personal, libertad para explotar el trabajo humano sin ninguna garantía para las víctimas de esa explotación, y organización del poder político, en manos de la burguesía, para asegurarle esas libertades.

Pronto veremos que terribles luchas se entablaron en 1793, cuando una parte de los revolucionarios quiso pasar por encima de ese programa.



CAPÍTULO III

LA ACCIÓN



Y el pueblo, ¿qué idea tenía?

También el pueblo había sufrido en cierta medida la influencia de la filosofía del siglo. Por mil canales indirectos se habían filtrado los grandes principios de libertad y de emancipación hasta los suburbios de las grandes ciudades, desapareciendo el respeto a la monarquía y a la aristocracia. Las ideas igualitarias penetraban en los medios más oscuros; los resplandores de revuelta atravesaron los espíritus, y la esperanza de un cambio próximo hacía latir con frecuencia los corazones más humildes.

“No sé qué va a suceder, pero va a suceder algo, y pronto”, decía en 1787 una anciana a Arthur Young, que recorría Francia en la víspera de la Revolución. Ese “algo” había de traer un consuelo a las miserias del pueblo.

Se ha discutido últimamente si el movimiento que precedió a la Revolución, y la Revolución misma, contenían elementos de socialismo. La palabra “socialismo” no formaba parte de ellos seguramente, puesto que data de mediados del siglo xix. La concepción del Estado capitalista, a la que la fracción socialdemócrata del gran partido socialista trata de reducir hoy el socialismo, no dominaba como domina hoy, puesto que los fundadores del “colectivismo” socialdemócrata, Vidal y Pecqueur, escribieron entre 1840 y 1849; pero no se pueden releer las obras de los escritores precursores de la Revolución sin sentirse sorprendido por la manera en que aquellos escritos están imbuidos de las ideas que forman la esencia misma del socialismo moderno.


Dos ideas fundamentales: la de la igualdad de todos los ciudadanos en su derecho a la tierra, y la que conocemos hoy con el nombre de comunismo, encontraban ardientes partidarios entre los enciclopedistas, lo mismo que entre los escritores más populares de la época, tales como Mably, d’Argenson y muchos otros de menor importancia. Es muy natural que estando aún la industria en pañales, y siendo la tierra –el capital por excelencia– el instrumento principal de explotación del trabajo humano y no la fábrica, entonces apenas constituida, el pensamiento de los filósofos, y posteriormente el de los revolucionarios del siglo xviii, se dirigiera hacia la posesión en común del suelo. Mably, que, mucho más que Rousseau, inspiró a los hombres de la Revolución, ¿no demandaba, en efecto, desde 1768 (Doutes sur l’ordre naturel et essentiel des sociétés) la igualdad para todos en el derecho a la tierra y su posesión comunista? Y el derecho de la nación a todas las propiedades territoriales y a todas las riquezas naturales: bosques, ríos, saltos de agua, etcétera, ¿no era la idea dominante de los escritores precursores de la Revolución, lo mismo que la del ala izquierda de los revolucionarios populares durante la tormenta misma?

Por desgracia esas aspiraciones comunistas no tomaron una forma clara y concreta en los pensadores que querían la felicidad del pueblo. Mientras que en la burguesía instruida las ideas de emancipación se traducían por un programa completo de organización política y económica, al pueblo las ideas de emancipación y de reorganización económicas no se le presentaban más que bajo la forma de vagas aspiraciones, y frecuentemente no eran más que simples negaciones. Los que hablaban al pueblo no trataban de definir la forma concreta en que podrían manifestarse aquellas aspiraciones o aquellas negaciones. Hasta se creería que evitaban toda precisión. Conscientemente o no, parece como si se hubieran dicho: “¡Para qué decir al pueblo cómo se organizará después! Enfriaría su energía revolucionaria. Que tenga solamente la fuerza de ataque para el asalto a las viejas instituciones. Después se verá cómo arreglar todo”.


¡Cuántos socialistas y anarquistas proceden todavía de la misma manera! Impacientes por acelerar el día de la revuelta, tratan de teorías adormecedoras toda tentativa de aclarar lo que la Revolución ha de plantear.

Hay que decir también que la ignorancia de los escritores, en su mayoría habitantes de ciudades y hombres de estudio, tenía mucho que ver con esto. En toda aquella reunión de hombres instruidos y prácticos en los “negocios” que constituyó la Asamblea Nacional –hombres de leyes, periodistas, comerciantes, etc.–, había sólo dos o tres legistas conocedores de los derechos feudales, y es sabido que en aquella Asamblea hubo muy pocos representantes de los campesinos, familiarizados con las necesidades rurales por su experiencia personal.

Por esas diversas razones la idea popular se expresaba principalmente por simples negaciones. “¡Quememos los registros en que se consignan las redevances(4) feudales! ¡Abajo los diezmos! ¡Abajo madame Veto(5)! ¡A la linterna(6) los aristócratas!” ¿Pero a quién correspondía la tierra libre? ¿A quién la herencia de los aristócratas guillotinados? ¿A quién la fuerza del Estado que caía de las manos de monsieur Veto(7), pero que en las de la burguesía se convertía en una potencia mucho más formidable que bajo el antiguo régimen?

Esa falta de claridad en las concepciones del pueblo sobre lo que podía esperar de la Revolución marcó su huella en todo el movimiento. En tanto que la burguesía marchaba con paso firme y decidida a la constitución de su poder político en un Estado que trataba de moldear conforme con sus intenciones, el pueblo vacilaba. En las ciudades principalmente parecía no saber al principio qué hacer con el poder conquistado para utilizarlo en su ventaja. Y cuando comenzaron, después, a precisarse los proyectos de ley agraria y de igualación de las fortunas, se estrellaron contra los prejuicios respecto a la propiedad de los que estaban imbuidos los mismos que habían adoptado con sinceridad la causa del pueblo.

El mismo conflicto se produjo en las concepciones sobre la organización política del Estado, conflicto que se manifestó en la lucha que se entabló entre los prejuicios gubernamentales de los demócratas de la época y las ideas que se desarrollaban en el seno de las masas sobre la descentralización política y sobre el carácter preponderante que el pueblo quería dar a sus municipios, a sus secciones en las grandes ciudades y a las asambleas rurales. De ahí toda la serie de conflictos sangrientos que estallaron en la Convención y también la incertidumbre de los resultados de la Revolución para la gran masa popular, excepto en lo concerniente a las tierras de las que se despojó a los señores laicos y religiosos y a las que se declararon libres de los derechos feudales.


Pero si las ideas del pueblo eran confusas desde el punto de vista positivo, eran, por el contrario, muy claras en sus negaciones respecto de ciertas relaciones.


Ante todo, el odio del pobre contra la aristocracia ociosa, holgazana, perversa que lo dominaba, cuando la miseria negra reinaba en los campos y en los sombríos callejones de las grandes ciudades. Después el odio al clero, que pertenecía por sus simpatías más a la aristocracia que al pueblo que lo mantenía. El odio a todas las instituciones del antiguo régimen, que hacían la pobreza mucho más pesada, puesto que negaban los derechos humanos al pobre. El odio al régimen feudal y a sus tributos, que reducían al campesino a un estado de servidumbre respecto del propietario territorial, aun cuando la servidumbre personal hubiera sido abolida. Y, por último, la desesperación, cuando en aquellos años de escasez se veía la tierra inculta en poder del señor o sirviendo de recreo a los nobles mientras el hambre reinaba en las aldeas.


Ese odio, que fermentaba hacía mucho tiempo, a medida que el egoísmo de los ricos se afirmaba cada vez más en el curso del siglo xviii, y esa necesidad de tierra, ese grito del campesino hambriento y rebelde contra el señor que le impedía el acceso a ella, suscitaron el espíritu de rebeldía desde 1788. Y ese mismo odio y esa misma necesidad –junto con la esperanza de salir adelante–, sostuvieron durante los años 1789-1793 las incesantes rebeldías de los campesinos, lo que permitió a la burguesía derribar el antiguo régimen y organizar su poder bajo un régimen nuevo, el del gobierno representativo.

Sin esos levantamientos, sin esa desorganización completa de los poderes en las provincias, producida a consecuencia de los motines renovados sin cesar; sin esa prontitud del pueblo de París y de otras ciudades en armarse y marchar contra las fortalezas de la monarquía, cada vez que los revolucionarios apelaron al pueblo, el esfuerzo de la burguesía hubiera fracasado. Pero a esa fuente siempre viva de la Revolución –al pueblo, siempre dispuesto a tomar las armas– los historiadores de la Revolución no le han hecho todavía la justicia que le debe la historia de la civilización.





Piotr Kropotkin
 




3 - Así se denominaban en Francia, bajo el Antiguo Régimen, a agrupamientos profesionales autónomos, con personería jurídica propia y disciplina colectiva estricta, cuyos miembros se encontraban unidos bajo juramento (de ahí su nombre). [N. de E.] 

 4 - Conjunto de prestaciones monetarias o en especie que tributaban al señor los que habitaban su señorío. [N. de E.] 

 5 - María Antonieta. [N. de E.]

6 - Durante las sangrientas jornadas de la Revolución se ahorcaron a muchos aristócratas en los faroles del alumbrado público. De ahí la frase “los aristócratas a la linterna” del Ça irá. [N. de E.]

7 - Luis XVI. [N. de E.]





No hay comentarios:

Publicar un comentario