martes, 17 de mayo de 2016

Nociones del federalismo en Piotr Kropotkin - Ángel Cappelletti

Kropotkin, no menos que Bakunin, rechaza la democracia representativa y el parlamentarismo. No les concede siquiera un papel de transición en la vía hacia la sociedad comunista, como suelen hacer los marxistas de su época. La expropiación, medio indispensable, sería imposible bajo el principio de representación parlamentaria. En lugar de la democracia representativa, propone simplemente la acracia que, como forma política, corresponde a la propiedad común (o, mejor, a la no-propiedad), del mismo modo que aquélla corresponde al capitalismo, y la monarquía absoluta a la servidumbre: «una sociedad fundada en la servidumbre podía conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre, que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva, que convenga a la nueva fase económica de la historia».[1] Esta nueva organización es la anarquía.

No sin razón dice Bertrand Russell que, si deseamos entender el anarquismo, debemos recurrir a Kropotkin, que expresa sus puntos de vista «con extraordinaria persuasividad y encanto» (Cfr. Vivian Harper, Bertrand Russell and the anarchists — «Anarchy» -109 — pág. 69).

En un artículo titulado precisamente Anarquismo, que escribe en 1905 para La Enciclopedia Británica (segunda edición), ofrece la siguiente definición del mismo: «Nombre que se le da a un principio o a una teoría de la vida y de la conducta según los cuales la sociedad es concebida sin gobierno (del griego “an” y “arche”: sin autoridad)».[2]

El anarquismo constituye, por consiguiente, para él, ante todo una teoría antropológica y moral («teoría de la vida y de la conducta») que se proyecta en una teoría de la sociedad.

Lo característico de tal sociedad, desde un punto de vista positivo, es que en ella la armonía, indispensable a toda vida social, se obtiene no mediante la sumisión a una instancia superior, personal (el gobierno) o impersonal (la ley), sino por una serie de contratos bilaterales o multilaterales entre partes iguales, esto es, por acuerdos libres entre los diversos componentes del cuerpo social, entre los múltiples y variados grupos, ya de carácter local ya de índole profesional, que surgen espontáneamente según las necesidades de la producción y del consumo hasta el punto de poder satisfacer la ínfima variedad de las necesidades humanas en una sociedad civilizada. Esta vasta red de grupos, espontáneamente constituidos y libremente federados, sustituirán paulatinamente al Estado en todas sus funciones: «representarían una red entretejida, compuesta de una infinita variedad de grupos y de federaciones de todas las medidas y grados, locales, regionales, nacionales e internacionales —temporarios o más o menos permanentes— para todos los fines posibles: producción, consumo e intercambios, organizaciones sanitarias, educación, protección mutua, defensa del territorio, etc.; y, por otro lado, para satisfacer el número siempre creciente de necesidades científicas, artísticas, literarias y sociales».[3]

Esta concepción eminentemente «federal» de la sociedad que va, sin duda, mucho más allá que cualquiera de los «federalistas» republicanos, surge, para decirlo con palabras de A. Tilgher (un filósofo dell’anarchismo — «Il Tempo», Roma, 2 de julio de 1921, citado por Berneri), «como una reacción radical y violenta frente a la profunda transformación sufrida en el curso del siglo XIX por la institución estatal». Ante un estado que ha incorporado a sí, en la impersonalidad aparente del constitucionalismo, todo el antiguo poder de los monarcas y de los señores feudales, afianzándolo gracias a la ficción de la representación popular, multiplicándolo a través de los recursos de la ciencia y de la técnica, potenciándolo merced a las expectativas cada vez más grandes depositadas en él por los individuos y los grupos humanos, Kropotkin, como ya antes Proudhon y Bakunin, ve en el federalismo, esto es, en la máximo descentralización del poder, la única posibilidad de una sociedad íntegramente humana.

Por otra parte, sería grave error de interpretación creer que la libre federación de los grupos que Kropotkin propone y propicia es concebida por éste como una estructura estática. Por el contrario —según el mismo dice— allí «la armonía sería la resultante del ajuste y del reajuste, siempre modificados, del equilibrio entre multitud de fuerzas y de influencias, y este ajuste sería más fácil de obtener, ya que ninguna de dichas fuerzas gozaría de una protección especial por parte del Estado».[4] Sólo en una sociedad semejante podría desarrollar el hombre plenamente sus facultades morales e intelectuales y se vería libre de la coacción del capital y del Estado, del temor al castigo terrestre o sobrenatural, de la servidumbre respecto a entidades individuales o metafísicas. Lograría así su cabal individualización, cosa que resulta imposible tanto en una sociedad organizada sobre las bases del individualismo liberal como dentro de cualquier socialismo de Estado o presunto Estado popular (Volkstaat).

Según Camilo Berneri (Pietro Kropotkine federalista - Napoli, 1949), el federalismo de nuestro pensador encuentra un fundamento primero en las experiencias vividas durante su juventud y especialmente en sus actividades siberianas, que le mostraron hasta el cansancio la incuria y la inutilidad del centralismo burocrático; se desarrolla luego con la crítica al parlamentarismo, en el cual se ve el triunfo de la incompetencia y de la improvisación; y culmina con sus estudios históricos, que tienden a revelarle en la disolución del centralizado imperio romano y en nacimiento de las libres comunas medievales, así como en las comunas surgidas con la Revolución Francesa, el modelo más adecuado de la sociedad del porvenir. «La época de las Comunas y la de la Revolución francesa fueron, como para Salvemini, los dos campos históricos en los que encontró Kropotkin confirmaciones a sus propias ideas federalistas y elementos de desarrollo de su concepción libertaria de la vida y de la política», escribe Berneri. Y acertadamente añade: «Pero en él permanecía vivo el recuerdo de las observaciones sobre el mir ruso y sobre el libre acuerdo de las poblaciones primitivas, y es precisamente este recuerdo el que lo llevó a un federalismo integral».

Los anarquistas, que según dice el propio Kropotkin en el antes citado artículo (anarquismo), «constituyen el ala izquierda» del socialismo, no sólo se oponen a la propiedad privada de la tierra, al sistema capitalista de producción, orientada hacia el lucro, y al régimen del salariado, sino que también hacen notar que el Estado fue y es el instrumento principal de la monopolización de la tierra y de la apropiación (por parte de los capitalistas) del exceso de producción acumulado (plusvalía): «así, al mismo tiempo que combaten el monopolio de la tierra y el capitalismo, los anarquistas combaten con misma energía al Estado, porque es el soporte principal de este sistema; no está o aquella forma de Estado, sino la noción misma de Estado, en bloque, ya sea monarquía o inclusive una república gobernada por medio del referéndum».[5] El Estado es siempre, por su propia esencia, Estado de clase; destinado por naturaleza a favorecer a una minoría en perjuicio de una mayoría. En este punto es donde se revela con mayor claridad quizás la distancia que media entre el comunismo anárquico de Kropotkin y el marxismo. Para nuestro autor, hablar de un Estado obrero o de un Estado de las clases oprimidas es un contrasentido. Las clases oprimidas, al apoderarse del poder estatal, se transforman, para él, ipso facto, en clases opresoras. Por otra parte, entregar al Estado (como pretenden los marxistas y, en general, los socialistas autoritarios) tierras, minas, bancos, ferrocarriles, seguros, industrias principales, etc., además de las funciones que tradicionalmente se le atribuyen, significarían crear un nuevo y más potente instrumento de tiranía. Esto no sería otra cosa sino un capitalismo de Estado, en nada mejor y en muchos sentidos peor que el capitalismo privado. El poder pasaría, en tal caso, del capitalista al burócrata. Por el contrario, el verdadero progreso está en la descentralización (tanto en la dimensión territorial como en la funcional), en el desarrollo de la iniciativa de grupos e individuos, en la federación libre de los mismos, en una organización que vaya de abajo hacía arriba y de la periferia al centro, en lugar de la actual organización jerárquica, que se estructura desde arriba hacia abajo y desde el centro hacia la periferia.[6]

Cuando el 10 de junio de 1920 Margaret Bondfield y un grupo de delegados del partido Laborista inglés lo visito en su retiro de Dimitrov, Kropotkin les entrega una «carta a los trabajadores del mundo», en la cual, a la vez hace, como dice Berneri, «una crítica serena pero intransigente al bolchevismo como dictadura de partido y como gobierno centralizado», expresa sus ideas acerca del problema de las nacionalidades que forman parte del ex-imperio ruso. Las naciones occidentales no deben basar sus futuras relaciones con Rusia en el supuesto de la supremacía de la nación rusa sobre las diversas nacionalidades que configuraban el dominio de los zares. El imperio ha muerto para siempre, y el porvenir de las diferencias provincias que lo integraban está en una vasta federación. Pero, como bien anota ya el citado Berneri, el federalismo de Kropotkin va más allá de este programa de autonomía etnográfica, y prevé para un futuro próximo la configuración de cada una de las regiones federales como una libre federación de comunas rurales y de ciudades libres. Y lo mismo cree entrever para la Europa occidental.

Mientras tanto, la revolución rusa, que se esfuerza por seguir adelante a partir de la noción de «igualdad de hecho» (esto es, de la igualdad económica), ve frustrados sus propósitos por el centralismo y la dictadura bolchevique, que nos hace sino continuar el camino del jacobinismo proletario, emprendido por Babeuf: «Debo confesar francamente que, a mi modo de ver, esta tentativa de edificar una república comunista sobre las bases estatales fuertemente centralizadas, bajo la ley de hierro de la dictadura de un partido, está resultando un fiasco formidable, Rusia nos enseña cómo no se debe imponer el comunismo, aunque sea a una población cansada del antiguo régimen e impotente para oponer una resistencia activa al experimento de los nuevos gobernantes» (citado por Berneri).

Kropotkin reprocha a Lenin y a los bolcheviques el uso indiscriminado de la violencia. «No se puede hacer la revolución con guantes blancos», contesta Lenin. ¿Significa esto que Kropotkin adopta una posición de la no-violencia, como Tolstoi, o que hecha de menos una legalidad democrática en el proceso de cambio, como los mencheviques? Ni lo uno ni lo otro. Por temperamento y por convicción Kropotkin siente disgusto ante la violencia. De ninguna manera se lo puede considerar un teórico del terrorismo. Ni siquiera puede decirse que se muestre entusiasta ante la romántica pasión de Bakunin por la destrucción como «pasión creativa» (Cfr. La reacción en Alemania). Pero tampoco coincide con el iluminismo de Godwin, quien confía en cambiar las bases de la sociedad, discutiendo y racionando, ni con el mutualismo de Proudhon, quien espera conseguir una sociedad sin Estado y sin clases, mediante la mera multiplicación de las cooperativas y los bancos de crédito gratuito. Kropotkin considera la violencia como algo no deseable, pero, a diferencia de Tolstoi, se niega a hacer de ello un principio absoluto. Si bien estima inaceptable su uso ciego e indiscriminado, si bien cree que siempre que sea posible se deben utilizar medios pacíficos y que tan pronto como las circunstancias lo permitan la revolución debe deponer toda actitud de fuerza, no deja de considerar también que cierta clase de no-violencia de ultranza pueda llegar a ser sumamente violento para los oprimidos. Por eso, aunque con disgusto, no puede menos de aceptar la violencia, en la medida en que ella es elemento ineludible en todas las revoluciones y en la medida en que sólo la revolución —y no el legalismo burgués de los mencheviques— puede dar a luz a una sociedad sin clases y sin Estado.

Los marxistas han considerado siempre el comunismo anárquico de Kropotkin como una forma de utopía. El mismo Lenin lo manifestó a sí, en sus cartas, a Kropotkin. Quien quiere los fines quiere los medios —dice— y sin la toma del poder por parte de la clase obrera resulta evidentemente imposible acabar con el sistema capitalista. La toma del poder, a su vez, implica la adopción de medidas de fuerza, y su conservación efectiva, el establecimiento de una dictadura. ¿Cómo, de otra manera, podrá defenderse la revolución contra sus enemigos externos e internos? ¿Cómo podrá salvar, consolidar y extender el socialismo hasta elevarlo al nivel del comunismo sino apoderándose de todos los resortes del Estado y utilizándolos contra quienes se oponen al cambio radical? Los bolcheviques han seguido ese camino. Conquistaron el poder y lo conservaron. Hoy sin embargo, a sesenta años de la revolución de octubre, Kropotkin podría preguntarles: Y bien ¿para qué? ¿Han conseguido realmente construir una sociedad comunista? ¿Se puede decir siquiera que la Unión Soviética se haya establecido un régimen socialista que hacia aquella meta tiende? El Estado ciertamente se ha fortalecido; la dictadura ha sobrepasado en cuanto a todas las formas de concentración del poder hasta ahora conocidas, pero ¿ha servido eso para algo? ¿Podemos creer honestamente que el actual régimen soviético es un régimen socialista? ¿No se trata más bien de un capitalismo de Estado, en nada mejor, y en muchos aspectos peor que el capitalismo privado? Y si la utopía de una doctrina o de un programa se mide por la inadecuación de principios entre medios y fines ¿no será el comunismo estatista y autoritario más utópico que el anti-autoritario y anárquico que defendía Kropotkin? Al valerse del Estado y al tomar el poder los bolcheviques se han metido, sin duda, en el escenario de la historia, pero en él han representado un papel totalmente diverso del que había asignado; ha hecho muchas cosas, y creen por eso no ser utópico, pero han hecho precisamente lo contrario de lo que se proponían hacer, y son por eso más utópicos que nadie.

Kropotkin, como lo hizo en 1920, volvería a recordarles hoy, con mayo énfasis, si cabe, que todo Estado, aun cuando se auto-titule y considere un Estado obrero, termina por regenerar una clase dominante, y por reconstruir así en otra forma de la sociedad de clase, introduciendo por la ventana lo que se había arrojado por la puerta. ¿Puede acaso el Estado prescindir de la burocracia? ¿Puede en las actuales circunstancias suprimir el ejército, que por su misma naturaleza, y no por una mera eventualidad histórica, tiene siempre una jerárquica y feudal? La dialéctica, manejada ad usum Delphini, nos permitirá esperar un cambio súbito y total en el futuro. Siempre es posible, en todo caso, hacer un acto de fe en el más allá. Pero si nos atenemos a la experiencia, hoy sólo podemos decir que la vía estatal y dictatorial, tal como en Rusia se ha transitado, no conduce al socialismo ni al comunismo.

Esto no significa que se nos oculten las objeciones que la doctrina puede suscitar. El federalismo o comunalismo parece una magnífica alternativa libertaria frente al llamado «centralismo democrático». Sin embargo, el proyecto de grupos locales (industriales o agrícolas), dueños de los medios de producción ¿no implicaría una forma de particularismo? Más aún, ¿no existiría el peligro de que surgieran grupos ricos y grupos pobres y que éstos pasaran a depender económicamente (y, a la larga, políticamente) de aquéllos? En definitiva, ¿no se reproduciría, bajo la forma de la propiedad comunal, una cierta propiedad privada de grupo, ciertamente incompatible con el postulado comunista?

Kropotkin salva, en principio, estas objeciones mediante la idea de federación, concebida como grupo de grupos o comunas de comunas. Pero resulta difícil suponer que tal federación universal se realice en un breve lapso, y mientras no se realice, el peligro del particularismo y de la restitución de la propiedad privada seguirá subsistiendo. Las lagunas en el proyecto Kropotkiano son en todo caso, numerosas, ¿Cómo concebir, por ejemplo, una comuna o grupo de comunas anarco-comunistas, rodeadas por Estados capitalistas o «socialistas» (capitalistas de Estado), sin que las mismas se vean obligadas a asumir, por la mera fuerza del entorno, algunas funciones típicamente estatales?

Es claro que este problema no se planteaba para Kropotkin desde el momento en que él suponía que: «La próxima revolución tendría un carácter de generalidad que la distinguiría de todas las precedentes. No será sólo un país el que se lanzará a la lucha, sino todos los de Europa. Si en otro tiempo era posible una revolución local, en nuestros días, con los brazos de solidaridad que se han establecido en Europa y dado el equilibrio inestable de todos los Estados, una revolución local es imposible, si dura, algún tiempo».[7] Pero esta previsión de Kropotkin también ha sido desmentida por la historia.



Fragmento tomado del libro «El pensamiento de Kropotkin: ciencia, ética y anarquía». El título de este blog no corresponde al original. 

1- La conquista del pan

2- El anarquismo.

3- Ibíd.


4- Ibíd


5- Ibíd


6- Ibíd


7- Palabras de un rebelde — Barcelona — 1916 — pág. 29.



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