martes, 23 de junio de 2015

Género, etnicidad, poder e historia indígena en Chile - Jorge Hidalgo y Nelson Castro

El siguiente ensayo, disponible por primera vez en Internet, fue publicado originalmente en el libro Historia de las Mujeres en Chile, Tomo I (selección de escritos y edición a cargo de Ana María Stuven y Joaquín Fermandois). En él, Jorge Hidalgo y Nelson Castro dialogan en torno al origen del patriarcado, el colonialismo, la influencia del cristianismo, el género, la dominación y el papel histórico de la mujer indígena en la región que hoy ocupan los Estados chileno y peruano. Hemos tenido la necesidad y el descaro de transcribir «Género, etnicidad, poder e historia indígena en Chile» pues consideramos que el escrito nos aporta importantes conocimientos históricos para la formación de una visión integral acerca del patriarcado y sus raíces en nuestra región. La lectura de este material, no lo dudamos, nutrirá los debates que inquietan a los movimientos feministas y anti-autoritarios. Por lo mismo alentamos la difusión y agradecemos profundamente la magnífica labor pedagógica de los autores. Si prefieren formato PDF pueden hacer clic aquí. (N&A)

Introducción

El escaso desarrollo que ha tenido el estudio de la historia de las mujeres en la historiografía nacional se ha reflejado en la falta de estudios históricos sobre las mujeres indígenas1. Esta situación contrasta con la producción etnohistórica e historiográfica hispanoamericana, en la cual destaca un abundante número de estudios regionales y de microhistoria, aunque no sea han propiciado estudios globales ni análisis comparativos sobre la historia de las mujeres indígenas2.

El objetivo de este trabajo no pretende enfrentar esos desafíos ni construir una historia de la mujer indígena, pero si busca dar cuenta algunas de sus temáticas. En el desarrollo de estas se ha asumido que la categoría analítica «mujer» no constituye una entidad monolítica y ahistórica que tiene intereses y deseos idénticos, cualquiera fuese el contexto histórico y cultural, o la pertenencia social y étnica3. Junto a eso, la presencia de sistema de violencia simbólica y de dominación masculina no puede conducir a una idea homogénea de opresión de las mujeres. Además, el predominio de una escritura documental masculino-céntrica no debiera considerarse como la expresión efectiva de la ausencia de historicidades y subjetividades femeninas4.

Este trabajo se inicia con la caracterización de las mujeres en las sociedades igualitarias, enfatizándose, a partir del registro arqueológico, que estas sociedades no estuvieron exentas de una violencia sistemática contra la mujer. Sin embargo, la situación que se intenta mostrar no puede generalizarse, como lo demuestra el registro etnográfico de Gusinde, aunque en algunos mitos de las sociedades australes se evidencia una violencia simbólica hacia ellas. En las sociedades complejas, como el caso del Estado Inca, la situación de la mujer variaba de acuerdo a su estatus social. A partir de este contexto se puede explorar la constitución social de las identidades de género y comprender que estas son múltiples y que no reflejan únicamente al sexo biológico.

La segunda temática de este trabajo es la serie de redefiniciones que provocó la cristianización de las poblaciones indígenas y sus efectos en las formas de representación de la mujer, de su cuerpo y de su sexualidad. La ideología mariana entraba en contradicción con las representaciones demonológicas que hicieron de la mujer una fuente de pecado. Esta contradicción permite explorar una tercera temática, constituida por la relación entre la mujer indígena, el pacto con el demonio y la hechicería. Así, es posible observar las actividades de las mujeres indígenas en el contexto de la sociedad colonial.

Los casos que aquí se analizan proceden mayormente del mundo andino, que es el campo de estudio de los autores, pero también se han considerado observaciones referentes a las sociedades chinchorro (datos de la bioarquelogía), selk’nam (información etnográfica), mapuche y rapanui.

De las sociedad igualitarias a las sociedades complejas 

Estudios actuales indican que la violencia contra la mujer podría una práctica más antigua en algunas sociedades americanas que en las sociedades patriarcales del Medio Oriente, y que estas se vinculan al surgimiento de la propiedad privada. Por lo tanto, emerge en una sociedad de clases en la cual las mujeres han perdido la situación de igualdad de género que habría caracterizado a las sociedades preneolíticas. 

En efecto, los resultados de algunas investigaciones bioantropológicas indican que los restos óseos de mujeres de la cultura chinchorro –una sociedad igualitaria de bandas de cazadores recolectores y pescadores del Pacífico que se extendió desde la actual costa sur del Perú y norte de Chile, desde hace aproximadamente diez mil a cuatro mil años atrás– poseen múltiples traumas. Si bien las lesiones en los antebrazos y en el cráneo no resultaron letales, como lo demuestran los signos de recuperación ósea, son muestras de la violencia interpersonal. La mayoría de las lesiones son en el lado izquierdo del cráneo, lo que reflejaría la violencia de individuos diestros. Los hombres presentan un porcentaje mayor de lesiones a nivel del cráneo que las mujeres (34,2%, 13/38; 12,9%, 6/38); en cambio, las mujeres registran un mayor porcentaje de traumas en los antebrazos que los hombres (16,2%, 6/38; 2,3%, 1/43)5. De acuerdo con estos datos,  parece que las mujeres estuvieran soportando la violencia en una actitud pasiva; es decir, tratando de cubrir sus rostros con los antebrazos. Con todo, la pregunta que persiste es cuál podría ser el origen de estas riñas y golpizas en las sociedades igualitarias. Éstas podrían originarse tanto en un contexto de conquistas por espacios de recolección o pesca como por factores ideológicos, pero también podrían ser el reflejo de una violencia doméstica provocada en las parejas de distinto sexo.

Momia chinchorro. Se conserva en el Museo de San Miguel de Azapa, de la Universidad de Tarapacá, en Arica, y se puede considerar una de las esculturas de mujer, tamaño natural, más tempranas de Chile, aproximadamente cinco mil años antes del presente.
(Fotografía gentileza de Bernardo Arreaza)


En el extremo sur del continente americano, en Tierra del Fuego y en las costas de los archipiélagos occidentales, Martín Gusinde pudo realizar observaciones muy íntimas de la vida y costumbres de sus habitantes originarios entre 1918 y 1924. En los ona o selk’nam –sociedad de cazadores– advirtió que dentro de los hombres y mujeres que constituían un matrimonio existía una clara división del trabajo para asegurar la subsistencia de la familia, de modo que la interdependencia era total y las tareas se realizaban en conjunto. Al hombre le correspondían las faenas que implicaban un mayor uso de energía corporal, «y a la mujer una multiplicidad de actividades más livianas. Mientras él se ocupa regularmente de la provisión de carne, ella contribuye ocasionalmente un poco a la manutención de la familia mediante la recolección de frutos y peces. El campo de acción del hombre es la caza; el de la mujer, la choza familiar».6 Esto otorgaba una amplia independencia a la mujer; pues ella –señala Gusinde– no estaba sometida al marido, sino que trabajaba junto a él.

Los deberes y derechos estaban claramente definidos, lo que permitía que ninguno interfiriera en el ámbito o actividades del otro. De esta manera se generaba una comunión amorosa que se reflejaba en muestras mutuas de ternura y en una muy buena comunicación, que era promovida por el aislamiento de las parejas y por los relatos de lo hecho por cada uno en los largos períodos en que el hombre permanecía cazando alejado de su familia. Como una manifestación de cariño hacia sus mujeres, los hombres reservaban lo mejor de su caza o las mejores partes de la carne de los animales para sus compañeras, incluso privándose a sí mismos. Esta conducta estaba acompañada de una actitud de celos y de defensa de sus mujeres, especialmente en la época de penetración de la colonización republicana que observaba Gusinde. El adulterio era criticado por la tribu como una ofensa grave y la culpabilidad se atribuía al hombre, que era considerado el instigador y sobre quien podía recaer la muerte. Por supuesto había excepciones en que los hombres maltrataban a sus mujeres. En esos casos ella nunca se defendía, a lo sumo se ocultaba «debajo de sus mantas o coloca los brazos delante del rostro y la cabeza para eludir los golpes»7. Cuando había maltrato o cuando el hombre amenazaba la salud de su pareja al hacerla sufrir hambre por su pereza, los vecinos consideraban a la mujer completamente libre y la alentaban a abandonar a su esposo.

No obstante, estas sociedades australes de cazadores terrestres y canoeros nómades ocultaban mitos que reflejaban una singular violencia simbólica de los hombres hacia las mujeres. El mito era revelado a los jóvenes en una ceremonia de iniciación secreta que entre los selk’nam era conocida como kloqueten y como yinchiava entre los alacalufes. La narración del mito refería que, originalmente, las mujeres habían dominado a los hombres y los atemorizaban disfrazándose de espíritus para lograr que trabajaran para ellas. Esto perduró hasta que uno de ellos descubrió el engaño. En represalia, los hombres comenzaron a asesinarlas, incluidas sus esposas e hijas, con excepción de las niñas. A partir de estos hechos, los hombres revirtieron las costumbres y, disfrazados de espíritus, aterraban a las mujeres, amenazando a las flojas y desobedientes. Para mantener el status quo, los iniciados tenían prohibido revelar el mito a las mujeres o a los niños, de lo contrario se aplicaba la pena de muerte8.

A diferencia de las anteriores, en las sociedades prehispánicas con Estado, como es el caso de la sociedad inca, «la situación social de la mujer variaba según el nivel social al cual pertenecía»9. Con el matrimonio, los hombres alcanzaban la condición de mayores de edad, y como tales tenían obligaciones tributarias y recibían tierras de cultivo para su familia. El matrimonio se situaba en la base productiva de la sociedad andina, y en el nivel social más bajo predominaban los matrimonios monogámicos. A la mujer de los campesinos, o hatum runa, le correspondían determinadas tareas del campo, además de las obligaciones domésticas. En la agricultura, los hombres roturaban la tierra y las mujeres rompían los terrones y depositaban las semillas. El hombre era el responsable del cultivo, de la cosecha y del transporte de los productos cosechados, mientras que la mujer se encargaba de la selección de las semillas y de su conservación. Era tarea de los hombres la obtención de leña y paja para sus hogares, además de contribuir con varias mitas (turnos de trabajo) para su grupo étnico y para el Estado. Estos servicios debían ser requeridos ceremonialmente por las autoridades respectivas y se aplicaban en diversas mitas, como la militar para casos de guerra, y en la construcción de otras públicas (caminos, puentes, sistemas de regadío, construcción de murallas y edificios). Las mujeres, por su parte, debían contribuir con la mita textil, el pastoreo y el servicio a las mujeres principales10.

Estas unidades domésticas estaban insertas en niveles mayores de diversas escalas –desde el ayllu mínimo hasta el grupo étnico y el Estado– y se organizaban sobre principios de reciprocidad y redistribución. La reciprocidad implicaba un intercambio relativamente homólogo de dones que permitía hacer tareas mayores que las domésticas o más especializadas al nivel del ayllu, como participar en la minka, favorecer la ayuda mutua o construir la casa de un nuevo matrimonio. Para respetar la reciprocidad, los beneficiados de inmediato retribuyen el favor con chicha, cuya elaboración era tarea femenina, y en el futuro tendrían que devolver con trabajo lo recibido de los otros miembros de la comunidad. La redistribución o la reciprocidad asimétrica, en cambio, fue una relación entre hombres que no poseían iguales condiciones; por ello, oculta una situación de subordinación y de diferenciación social que se acentuaba aún más conforme aumentaba la distancia social entre las partes. En este tipo de relaciones, generalmente surge la figura intermedia del curaca o cacique. En el sistema incaico se hizo uso de un sistema de gobierno indirecto en el cual el líder local se transformaba en un funcionario del Estado que, al momento de recibir determinados dones del Inca vencedor; estaba obligado a devolver ese favor poniendo a su grupo social al servicio del soberano cusqueño. De esta manera operaba la ideología de la reciprocidad.

Frente a un medio como el andino, que reúne ambientes ecológicos tan distintos como la costa del Pacífico y las tierras adyacentes, con zonas calientes y desérticas próximas a la costa, con los ricos pero limitados valles occidentales, que conforman verdaderos oasis; junto a los valles agrícolas de la sierra, cultivados con sistemas de terrazas, la altura de los pastizales de puna altiplánicos y la selva tropical de los Andes orientales, un individuo aislado de la comunidad se encontraba en una seria desventaja y con pocas posibilidades de subsistencia. Por ello, los lazos políticos se fundaban en relaciones basadas en el sistema de parentesco y de ayuda mutua. El intercambio de dones, que incluía textiles, trajes de gran calidad, tierras y el reparto e intercambio de mujeres, tenía su mayor expresión en las donaciones que el Inca hacía a sus parientes y a los señores vencidos. Con ello se reforzaban los lazos de reciprocidad política y se obligaba a los beneficiados a ponerse a su servicio. En el caso del reparto de mujeres, éstas eran entregadas como dones para agradecer o reforzar los lazos de reciprocidad política. Con el intercambio se buscaba casar a una mujer emparentada con el Inca con un señor regional; al mismo tiempo, el Inca tomaba como esposa secundaria a una mujer noble del mismo grupo, con lo cual se establecía un fuerte lazo de parentesco.

En un estudio más tardío de la sociedad incaica surgió, junto a los servicios periódicos o mita, la donación permanente por parte de los grupos étnicos de personas que eran desprendidas de su grupo de parentesco original y que pasaban a depender directamente de las estructuras de poder de los señores étnicos o del Estado. Tal fue el caso de los hombres yana y de las mujeres acllas. Los primeros fueron utilizados como esclavos, y las segundas como vírgenes del sol que se entregaban al culto religioso de esa divinidad. La analogía entre las monjas europeas de los conventos cristianos y las vírgenes del sol es inadecuada. Las aclla huasi, o casa de las acllas, congregaban a jóvenes de entre ocho y diez años escogidas por su belleza y provenientes de todas las regiones del Tahuantinsuyo. Éstas eran cedidas por los grupos étnicos para dedicarse a varias funciones; la primera de ellas era atender a la necesidad del Inca de contar con tejidos finos para los sacrificios ofrecidos a los dioses, los que se quemaban ceremonialmente y también se ofrecían como regalos para atender a las necesidades redistributivas con los nobles y señores sometidos. Las aclla huasi no sólo eran verdaderos obrajes textiles estatales, sino que además debían producir chicha en grandes cantidades para abastecer las ceremonias oficiales. En tercer lugar, eran un depósito de mujeres del cual el Inca podía obtener esposas secundarias, o bien otorgarlas a los curacas, a quienes pretendía agradar y comprometer. Las acllas también cumplían tareas ceremoniales y religiosas, y las que poseían menor rango quedaban al servicio de las que tenían un origen noble11.

A partir de un análisis de los mitos descritos en las crónicas y otros documentos, Rostworowski ha logrado proponer algunas distinciones básicas respecto del papel agencial de las mujeres andinas en estas estructuras políticas. Por una parte, destaca el arquetipo de la mujer hogareña, que se ocupa de sus hijos, de la casa, de la tarea agraria y pastoril, como también de sus telares. Por otra parte, señala a la mujer guerrera «libre y osada, que ejercita el mando de los ejércitos y el poder». En el mito de origen del Cusco, por ejemplo, la mujer hogareña está representada por Mama Ocllo y la guerrera por Mama Huaco, que es representada con una vara de oro –inequívoco símbolo fálico– penetrando la tierra donde los primeros incas debían asentarse definitivamente. Mama Huaco también es mencionada como capitana de uno de los ejércitos que tomaron posesión del futuro Cusco; los antecedentes iconográficos y arqueológicos representan a una deidad con varas, símbolos de poder, «con senos representando ojos y una vagina con dientes y colmillos entrecruzados»12. Esta deidad es la perfecta representación de la mujer que por su fortaleza es simbolizada como castradora.

La misma autora presenta, a partir de evidencias documentales, la participación política de dos tipos de mujeres de elite. En primer lugar, las curacas o cacicas regionales, mujeres líderes de grupos étnicos del Cusco que no sólo ejercían el poder en su grupo étnico, sino que también participaban en las batallas. En segundo lugar estaban las mujeres de la nobleza incaica, que integraban las panaca o linajes reales y que tenían por misión conservar el recuerdo del Inca fallecido, cuyo cuerpo momificado debían tutelar. La panaca poseía tierras y contaba con los numerosos servidores que cada Inca acumulaba durante su gobierno. Estas mujeres demostraban su poder político al ser transportadas en andas y hamacas, o bajo palio, un símbolo que compartían con las huacas o divinidades13.

La principal diferencia entre panaca y ayllu radica en que las primeras eran linajes matrilineales, mientras que los segundos eran linaje patrilineales. Los hijos de los incas se diferenciaban entonces por sus linajes maternos, lo que alentaba la competencia entre los descendientes del Inca que pertenecían a distintos linajes, lo cual contribuye a explicar las frecuentes guerras civiles entre los aspirantes a la borla a la muerte del titular14. Entre los incas no existía el derecho a la primogenitura, el cargo lo heredaba el hijo «más hábil». La competencia entre los sucesores no se definía en una prueba determinada, por lo que el más hábil era el que recibía la mayor cantidad de apoyo mediante alianzas entre los ayllu y las panaca. Entonces, la madre y las parientes del candidato ejercían toda su influencia y habilidad política para lograr la consagración del heredero15.

Un buen ejemplo de estas mujeres en el territorio chileno es María Lainacacha, quien tuvo el poder suficiente para salvar la vida de Alonso de Monroy y de su compañero Pedro de Miranda en Copiapó, cuando una masa de soldados indígenas encabezada por Aldequin, cacique de la mitad baja del valle, intentó asesinarlos en 1541. El cronista Antonio de Herrera explica el poder de esta cacica por su condición de heredera del valle y por estar casada con un marido que gobernaba. Jerónimo de Vivar, en cambio, lo atribuía a que era la hermana del cacique, mientras que Pedro Mariño de Lovera la describe como una mujer muy rica y principal convertida al cristianismo luego del paso de Diego de Almagro. Es posible que las tres explicaciones tengan algo de verdad, pero no tenemos suficientes antecedentes para llegar a una conclusión definitiva. Dos años más tarde, al regresar del Perú, Monroy fue recibido por esta misma cacica y fue testigo de cómo era transportada en una litera cargada en los hombros de los indios con gran acompañamiento16.

La construcción del género en las sociedades indígenas

De acuerdo a los estudios antropológicos es posible cuestionar aquella noción de género que supone una rígida oposición masculino/femenino fundamentada en el sexo biológico. Las nociones de género y sexualidad, por el contrario, deben ser comprendidas como construcciones sociales e históricas. Por ello, en este apartado se revisarán algunas de las concepciones sobre el género en referencia a las poblaciones indígenas.

La relación entre los sexos en las sociedades andinas ha sido analizada bajo el principio de complementariedad, que en aquellas comunidades recibe el nombre de yanantin. Este término significa literalmente «los que se encuentran unidos por una sola categoría», el «par», o bien «hombre-mujer». Sin embargo, esta última expresión no debe ser entendida de manera simple, puesto que hombre y mujer deberían ser yanantin; es decir, «deberían actualizar esta unión perfecta que es la de las dos mitades del cuerpo humano»17. En este sentido, la ceremonia que aseguraba el matrimonio y la vida conyugal de hombres y mujeres tenía por finalidad asegurar la unión de una pareja, volverla duradera y evitar que la oposición de los esposos inestabilizara la relación. Esta complementariedad se daba tanto en el plano de la producción como en el del desarrollo de las actividades productivas. Además, el matrimonio aseguraba «el acceso de los individuos al orden social pleno»18.

De este modo, la pareja masculino-femenino puede ser considerada como el reproductor complementario natural de la sociedad andina. Aunque también se ha postulado la presencia, en algunas categorías andinas, de una dimensión andrógina, como es el caso de huaca-mallqui (es decir, en la roca-inseminante-masculino y en la semilla-femenino), pero que resulta difícil de rastrear por cuanto el registro mítico prehispánico que ha subsistido recoge una mirada masculino-céntrica19. No obstante, las categorías aducidas para fundamentar esta dimensión andrógina no se vinculan con relaciones reproductivas, sino que constituyen categorías analíticas20.

De acuerdo con Spedding, en aymara la noción de género no funciona como una categoría que denota el sexo biológico, sino que establece categorías sociales21. En lugar de realizar la habitual división por sexo, se utilizan categorías de división que apuntan a la distinción entre lo humano y lo no humano, y entre lo animado y lo no animado. En este sentido, el género no constituye en sí mismo un aspecto fundamental de la personalidad, sino que es comprendido como una imposición que debe ser asumida en algunas etapas del ciclo vital. Con todo, esas categorías de género son dinámicas, pues deben ser asumidas de acuerdo a la edad y al contexto de relación. Por eso, las clasificaciones de género deben ser consideradas como dinámicas, relacionales y múltiples.

Ina Rösing ha caracterizado las clasificaciones múltiples de género que estarían presentes en las sociedades andinas, siguiendo un modelo utilizado en otros contextos culturales, como Siberia, Polinesia, la India o África22. Para esta autora, la distinción entre género biológico y género social permite comprender que es posible: 1) una asunción a largo plazo del rol que corresponde al otro género biológico; 2) una asunción temporal de un género social; 3) la incorporación en un individuo de más de un género social. En los andinos estudiados por Rösing, la tierra y los cargos definen el género social o simbólico de los individuos. En el caso de las chacras, éstas pueden ser divididas en chacras «de abajo» (masculinas y jóvenes) y chacras «de arriba» (femeninas y viejas). De este modo, las chacras pueden ser masculinas-masculinas o femeninas-femeninas, o también masculinas-femeninas y femeninas-masculinas. El propietario de esas chacras asume el género simbólico correspondiente a esa tierra, por lo que sería posible que una mujer propietaria de una chacra masculina-masculina también sea, desde el punto de vista de su género simbólico, un varón-varón23. A su vez, los géneros simbólicos tienen consecuencias prácticas que se reflejan en el estatus, en las libertades, las obligaciones y en el emparejamiento.

Los estudios de género realizados entre los aymara de Chile, basados en registros orales y en una observación participante, han enfatizado que la construcción social del género se produce en el ciclo vital de hombres y mujeres, en las relaciones de parentesco y en el matrimonio24. Aunque el matrimonio sitúa a la mujer en una situación de «desventaja en términos de estatus y prestigio», en las fases previas al matrimonio (hermano-hermana o en los roles padre-madre-hijos) «la edad es más relevante que el sexo en términos de jerarquía». No obstante, la oposición masculino/femenino seguirá organizando las nociones de espacio/tiempo de las divinidades y de los rituales. En este esquema, el útero, y por asociación lo femenino, asume el valor de contención, nutrición y generación de la vida. Este valor simbólico se ve reforzado por la sangre (wila), alimento de las deidades, lo que conduce a «situar la sangre menstrual en un lugar central del grupo étnico»25. Al mismo tiempo, permite considerar a las mujeres como una parte fundamental de la producción y reproducción del hogar. Los quechua de Andamarca representaron a las mujeres como «depósitos de maíz» (taquicha o taqe), pues se esperaba que ellas mantuviesen el hogar, ya fuera cocinando o cultivando la tierra. Por esta razón, se esperaba que en el orden de nacimiento de los hijos el primero fuera una mujer, ya que las hijas ayudarían en las obligaciones domésticas y conseguirían yernos que aliviarían el trabajo de sus padres26.

Entre los mapuches, la investigación etnohistórica, apoyada en la lectura de crónicas, ha enfatizado el lugar que tiene la dominación masculina en la articulación de la relación entre los sexos. Respecto a este tema, Guillaume Boccara ha planteado que esta relación se despliega en un determinado orden simbólico, el cual produce las categorías necesarias para enunciar la diferencia y otorgar sentido a la dominación27. A su juicio, las fuentes documentales sólo permiten explorar ese ordenamiento simbólico en relación a la guerra. Precisamente, la guerra es el «momento privilegiado en que la diferencia de los sexos es radicalizada y en que la valoración del hombre es más neta». Las mujeres se encontraban excluidas de esta actividad masculina en la cual se reforzaba la definición social jerárquica de los sexos. La guerra, entonces, provocaba una necesaria disyunción entre la esfera masculina y femenina, separación que se expresaba en la interrupción de todo intercambio sexual: la mezcla del semen con los humores femeninos podía provocar un infortunio en el combate. De acuerdo a Boccara, es «mediante la actividad guerrera que el indígena se convierte en un verdadero conahuentro, y es fundamentalmente a través de ella que puede acceder al estatus de ancestro, mientras que las mujeres se dirigen irremediablemente hacia la tierra fría del otro mundo en la que sólo se recoge madera húmeda»28.

Ideología mariana, mujer indígena y matrimonio


Mujer mapuche
(Archivo Fotográfico Universidad Diego Portales)
Desde el siglo XVI, la comprensión de géneros múltiples, así como el lugar que la mujer tenía para las unidades domésticas, fue trastocada por la cristianización de las poblaciones indígenas. Los misioneros y curas doctrineros ofrecieron a las mujeres indígenas una nueva forma de autorrepresentación, de comprender el cuerpo, las relaciones matrimoniales y familiares. Esta representación encontró un buen apoyo en la «ideología mariana», que resaltaba el ideal de una mujer pura y virginal, destinada al matrimonio, al servicio del marido y a la crianza y cuidado de los hijos. Pese a que esta ideología naturalizaba la dominación masculina, las agencias de las mujeres indígenas permiten ir más allá del esquema dominación/subordinación. En contraste con esta ideología mariana, las mujeres indígenas fueron objeto de violencia sexual por parte de los conquistadores; daño que, sin embargo, impulsó el mestizaje.

En las disposiciones conciliares de la Iglesia colonial, así como en los catecismos, confesionarios y sermonarios, se impuso y divulgó el matrimonio monogámico y una nueva moral sexual. En el II Concilio Limense (1567), que tuvo vigencia para todo el virreinato peruano, incluida la Capitanía General de Chile, la Iglesia dispuso que los indígenas que tuviesen varias mujeres, «según el antiguo rito de la gentilidad», permanecieran en matrimonio sólo con «aquella que primero se casó, ya sea verbalmente o en las ceremonias», o, en su defecto, «entre las que solían tener intimidad con él». Para respetar la orden de esta disposición, los hombres debían rechazar para siempre a las demás mujeres. La Iglesia no mostró mayor preocupación por ellas, como sí lo hizo con los hombres, a quienes incluso permitió elegir entre sus mujeres a aquella con la que quisiera unirse en matrimonio, siempre y cuando no hubiera mediado ceremonia alguna o no hubiera certeza de con cuál de ellas copuló por primera vez29. No obstante, para sortear estas limitaciones, algunos caciques y sus mujeres utilizaron como estrategia que éstas aparecieran como viudas en los registros tributarios30.

Inspirada en las disposiciones del Concilio de Trento, la Iglesia virreinal vio en el matrimonio legítimo un estado en el que se podía servir a Dios y asegurar la salvación. Por esto, hombres y mujeres debían «guardarse lealtad el uno al otro, y con criar sus hijos con servicios de Dios, enseñándoles la ley de Dios y buenas costumbres, y proveyéndoles de todo lo necesario para la vida humana»31. El matrimonio aseguraba que los indios pudiesen vivir en policía, necesaria para el cultivo de la devoción y de la piedad, pero también evitaba que se tuviese el «ayuntamiento como las bestias que toman unas y dexan otras, como les da el apetito, sin guarda ley de compañía entre sí»32. Considerando que el matrimonio era un lazo sagrado e indisoluble, y que el hombre no podía repudiar a la mujer, se esperaba que el varón escogiese a una mujer virtuosa y que ésta no fuese forzada a casarse. Sin embargo, era posible que, una vez casados, la mujer no agradase plenamente al hombre, situación en la que se le aconsejaba enseñar a su esposa enfrentar lo malo y advertir al cura doctrinero, «para que la corrija, y ella se enmendará, y será buena»33. El matrimonio imponía un modelo familiar en el cual el hombre debía servir «al marido como a cabeza, y criad vuestros hijos en servicio de Dios, pues siendo Cristianos son también hijos de Dios». Además, ese modelo imponía una concepción de «amor conyugal» que tenía por motor al hombre: él era quien debía amar, y la mujer debía servirlo. En esta concepción, sostiene Philippe Ariès, la «sumisión aparece como la expresión femenina del amor conyugal»34.

Independientemente de la posición social o étnica, esta sumisión fue la base de la violencia que sufrieron las mujeres. Flores Galindo y Chocano han demostrado que esta violencia fue denunciada en los litigios por nulidad matrimonial y que no siempre representó una salida adecuada para la mujer, pues la nulidad suponía una separación física, y esta separación podía ocasionar el desprestigio de la mujer35. En algunas ocasiones, la separación podía encubrir algún tipo de amancebamiento. Por otra parte, la mujer no era la única que sufría la violencia de sus maridos. Bernard Lavallé ha demostrado que, en los procesos de nulidad matrimonial, los demandantes indígenas alegaban que sus mujeres, ya fueran indias o negras, «les pegaban, robaban y hacían la vida imposible por sus celos o [los] ponían en ridículo con sus repetidos y públicos adulterios»36.

El matrimonio monogámico impuso también una nueva moral sexual a las poblaciones indígenas, que ofrecía una contención a las «fealdades de la carne» y limitaba el acceso carnal solamente a la reproducción. Amancebamientos, adulterios, fornicación y otros vicios carnales, que eran expresión de una lujuria descontrolada, constituían una ofensa a la necesaria pureza del cuerpo. Hombres y mujeres casados debían abstenerse de tener relaciones con quienes no fueran sus cónyuges, ya que la mujer adúltera «peca, y merece muerte o infierno».


Matrimonio indígena
(Archivo Fotográfico Universidad Diego Portales)
La fornicación entre solteros también recibió la atención y reprimenda de la prédica doctrinera, «si pecar con soltera es digno de infierno mucho más es corromper a la que es doncella, sin ser casado con ella». La represión de la fornicación y el resguardo de la virginidad de las doncellas intentaban asegurar la necesaria pureza del cuerpo femenino, siguiendo la representación mariana que la Iglesia colonial expandía entre las mujeres. La pérdida de la virginidad no sólo afectaba a la doncella, sino que también representaba una mancha al honor familiar, especialmente si de esa deshonra salía un hijo ilegítimo que provocase una ruptura en la cadena de la legitimidad familiar37. En su defensa, la mujer podía excusarse en su baja edad, la imbecilidad de su sexo, o bien que la falta de malicia en el trato con los hombres la habían llevado a consentir el desfloramiento38. Sin embargo, esas representaciones ayudaban a reforzar la dominación masculina y la sumisión femenina39.

Del mismo modo, se intentaba evitar la erotización de las relaciones de pareja, previniendo que la lujuria apareciese en medio del matrimonio. Es por ello que se expandió un modelo de cópula que respetara el orden natural de la disposición de los sexos, cuidando que el pecado nefando, que consistía en pecar «con muger y no por el lugar natural», no mancillase el estado matrimonial ni ofendiese a Dios40. En consonancia con la idea del cuerpo como templo del espíritu, la imposición de este modelo no intentaba exclusivamente deserotizar el cuerpo femenino, sino que exigía, tanto a los hombres como a las mujeres, evitar la lujuria. De esto se desprende la obligación de evadir cualquier circunstancia que pudiera dar pábulo a los peligros de la carne: las borracheras, muchachos y hombres durmiendo juntos, decir y escuchar cantares y palabras sucias. O provocar la carne «con vuestras manos». El confesionario del padre Luis de Valdivia, destinado a la actividad pastoral de los mapuches y que seguía las indicaciones del III Concilio Limense, puso especial cuidado en el control y represión del amancebamiento, la fornicación, la polución voluntaria o los tocamientos sucios, el deleite con cantares, el uso de pócimas para conseguir el favor de mujeres, los amancebamientos, el pecado nefando o el bestialismo41.

El fuego eterno fue ofrecido como castigo para la lujuria. Así, la pastoral del miedo no escatimó en expresiones retóricas ni en imágenes visuales para reprimir los «deleites sucios», que atribuía a los engaños del diablo. Si bien en los sermonarios y confesionarios dirigidos a indígenas el pecado de lujuria es transversal a hombres y mujeres, en algunos murales del Juicio Final, como el de la iglesia de Parinacota (altiplano de Arica), se puede encontrar una perspectiva distinta. Este mural, realizado por pintores indígenas en la segunda mitad del siglo XVIII, retoma los contenidos y representaciones elaboradas por la pastoral de la imagen del siglo XVI. En el Juicio Final, la representación del pecado está cargada de misoginia, pues la mayoría de los pecadores son mujeres. Esto no debe extrañar si se considera, de acuerdo a una pesada y nociva tradición teológico-pastoral, que la mujer aparecía como «un ser predestinado al mal» y, por lo mismo, un «agente de Satán»42. La mujer compartía con los demonios no sólo la inferioridad, sino también la capacidad de tentar y arrastrar a los hombres a la incontinencia y a la infidelidad. Es por ello, entonces, que la mujer ocupa, en esta sección del mural, un primer plano en el trayecto de los pecadores hacia la boca infernal. Los demonios torturan sus cuerpos, especialmente aquellas partes con las que han pecado. La mujer lujuriosa, adúltera o fornicaria recibe fuertes latigazos en su sexo, mientras que a su lado un demonio obliga a otra mujer a beber hiel43.

Hacia el siglo XIX, la cristianización de las poblaciones polinésicas permitió la expansión del matrimonio monogámico y de la moral sexual que le era inherente. A partir de la década de 1860, este proceso de cristianización se concretó en Rapa Nui, impulsado por los misioneros de los Sagrados Corazones. Los misioneros observaron que las jóvenes rapanui «vivían en una vergonzosa ociosidad hasta que ellas estuviesen casadas»44. Incluso, les llamó poderosamente la atención que el matrimonio se contrajera sin consultar la voluntad de los padres, que su realización sólo dependiera del gusto y que su disolución fuera posible ante la menor contrariedad45. Esta situación contrasta con la información etnológica recogida por Métraux en la década de 1930, que señala que era el padre del novio quien elegía a la novia46. No obstante, los testimonios orales contemporáneos, aunque señalas que eran los padres los que elegían a las candidatas para el matrimonio de sus hijos de acuerdo a distintos vínculos, recuerdan que era la pareja la que finalmente decidía47.

Con todo, no debe verse en esta situación una idílica igualdad de los sexos. Los propios misioneros observaron que la situación rapanui no era diferente a la de otros «pueblos bárbaros». La ociosidad y liberalidad en la que vivían las mujeres, según la representación misionera, encontraba un abrupto término en el matrimonio, rito que la hacía responsable del hogar y de proveer y cocinar los alimentos. En estas actividades no cabía ningún descuido; de lo contrario, «le costaba muy caro»48. La situación más insignificante podía ser ocasión para que el hombre empleara una violencia desmedida contra la mujer. El misionero Eyraud relató que un jefe (ariki), «cuando no estaba contento con su cocina, lapidaba literalmente a su mujer; al punto que la pobre criatura no se podía mover al día siguiente»49. Esta subordinación femenina también se expresaba en el privilegio que los hombres tenían para consumir ciertos alimentos, como las gallinas o pescados; en cambio, la «mujer y los niños, cuando el marido se ha saciado, podrán tal vez chupar un hueso; ya debidamente chupado una primera y segunda vez»50.

Los misioneros católicos consideraron que los rapanui eran salvajes e idólatras, y que el influjo del demonio se evidenciaba en cada una de sus prácticas, incluidas la poligamia y la situación en que vivía la mujer. Los religiosos vieron en esta liberalidad un comportamiento que debía ser corregido introduciendo el matrimonio monogámico e indisoluble y estimulando una moral sexual restrictiva que, fiel a la concepción tridentina, tendía a suprimir el erotismo en las relaciones y a proteger el cuerpo de la mujer, la cual quedaba siempre subordinada al marido. En más de alguna ocasión, la acción de los administradores de la Compañía Explotadora de Isla de Pascua entró en conflicto con esa moral sexual. Esto quedó en evidencia cuando el administrador de la compañía, aprovechando la ausencia de los padres y esposos, que dedicaban largas horas al trabajo, les quitó a sus hijas y esposas, provocando un serio enfrentamiento entre los rapanui y los empleados de la compañía51. La catequista María Angata Veri Thai tuvo un papel central en la defensa de esa moral sexual, la que ya había sido incorporada a la moral comunitaria52.

Después de su segundo viaje a Rapa Nui, el padre Bienvenido de Estrella pronunció una conferencia en el Teatro Miraflores de Santiago, en la cual señaló que la benéfica acción moralizadora se evidenciaba en la moderación y formalidad con que habían sido recibidos los misioneros: las mujeres eran menos coquetas y más recatadas; los hombres, más formales y sumisos53.

Mujeres indígenas, hechicerías y pacto con el demonio

El diablo y sus agentes formaron parte de los fantasmas y obsesiones que asediaron al imaginario de las poblaciones coloniales54. En las primeras décadas del siglo XVI, los manuales de reprobación de las supersticiones y hechicerías, junto con denunciar la presencia activa del demonio y la peligrosa extensión de sus engaños a través de conjuros y vanas observancias, constataban que había una mayor proporción de mujeres que de hombres en el arte de la brujería. ¿Cuáles eran las razones que se entregaban para explicar este predominio femenino en la iglesia demoníaca? El fraile Martín de Castañega daba algunas razones para esta situación: 1) la exclusión del ministerio sacerdotal; 2) la facilidad con que eran engañadas por el demonio; 3) la curiosidad por saber y escudriñar las cosas las empujaba a querer «ser singulares en el saber», lo que se les niega en su naturaleza; 4) el que fueran más parleras que los hombres les impedía guardar algún secreto, de modo que se enseñaban unas a otras; 5) la falta de fuerza y su tendencia a la ira las inclinaba a vengarse con ayuda del demonio, entre otras55. Un manual del siglo XVI afirmaba que los hechizos utilizados por las hechiceras evidenciaban un «trato implícito e invocación del demonio»56.

Entre los siglos XVI y XVII, la presencia masiva del demonio y sus agentes entre los indígenas fue señalada habitualmente por cronistas, doctrineros y tratadistas. Desde la crónica de fray Juan de San Pedro, pasando por la elaboración demonológica de José de Acosta y de Pablo Joseph de Arriaga, hasta la carta pastoral del arzobispo Villagómez, el diablo y sus ministros fueron objeto de una seria pesquisa57. Retomando los argumentos de Acosta y Arriaga, hacia 1649 el arzobispo de Lima sostuvo que entre los indios había una gran disposición al demonio, quien, envidioso de los ricos que ellos eran por ser cristianos, los engañaba aprovechándose de la rudeza de su entendimiento, su torpeza en discurrir y su falta de experiencia. El demonio podía actuar porque al ser un «cuerpo aéreo» podía «darse a sentir y moverse» contra la «rudeza en entender, y en sentir, y contra la torpeza en discurrir» de los indios. Se atribuía al demonio un gran conocimiento de las virtudes de las cosas naturales, por lo que podía hacer «cosas tan maravillosas, que como ellos (los indios) no las pueden aprehender, ni hacer, los persuade a que le tengan a él por digno de ser servido, y adorado con el culto que se debe a Dios»58.

A diferencia de los tratadistas peninsulares, los tratados virreinales no sólo desvincularon a las mujeres indígenas de las artes diabólicas, sino que les asignaron un papel periférico. En estos textos se constata que los ministros del diablo eran mayoritariamente hombres, no porque los autores hayan superado la misoginia, sino porque ellos vincularon las idolatrías y hechicerías con las estructuras de autoridad indígena, que eran predominantemente masculinas59.

Los curas doctrineros también se mostraron un tanto hostiles hacia los indios curanderos –«hierbateros empíricos»– y les prohibieron que utilizaran sus medicamentos en el tratamiento de las enfermedades, por cuanto «acostumbraban administrar dichos medicamentos a los enfermos junto a sus supersticiones e invocaciones de los ídolos». El II Sínodo Limense (1567), si bien consideró que el conocimiento empírico que se tenía de las virtudes de las raíces y hierbas podía ser efectivo para el tratamiento de enfermedades, dispuso que se separara de las supersticiones e invocaciones de los demonios. De esta manera, la curación quedaría alejada de todo contenido supersticioso al no poder ser vinculada con los maleficios. Para lograr una vigilancia más efectiva de los curanderos y de sus procedimientos, el sínodo estableció que los indios que conocían el arte de curar fuesen examinados «de modo de medir su arte», y una vez probados, les fuese permitido ejercer sin ningún impedimento, «advirtiéndoles por lo demás que no mezclen ninguna superstición en las aplicaciones de estas medicinas, prometiéndoles que si lo hicieran se les darían castigos no livianos»60. Joseph de Arriaga recogió la intención de esta disposición conciliar, e incluso Guamán Poma de Ayala, conocido por su celosa posición antiidolátrica, sostuvo que no todos los indios e indias que curaban y sanaban eran supersticiosos, sino hombres de una profunda y sincera devoción cristiana. También observó que eran los curas, corregidores e incluso los propios indios quienes les ponen pleito y «les llaman hechiceros»61.

Empero, las disposiciones eclesiásticas mantuvieron el recelo hacia los indios curanderos. Los límites entre un curandero y un hechicero no siempre fueron precisos, debido a que la teoría del daño indígena fue interpretada a partir de las representaciones demonológicas europeas62. El propio Guamán Poma distinguió a los hechiceros (laiqha) siguiendo una tradición europea que los vinculaba a un pacto con el demonio63. Esto permite observar la fuerte expansión que tuvo la representación colonial del hechicero como causante de todo mal y como un estorbo para la implementación de un orden social inspirado en la divinidad. Esta representación fue divulgada por los tres concilios limenses del siglo XVI y por las disposiciones toledanas. Lo anterior explica por qué los tratadistas, a pesar de haber distinguido a través de sus denominaciones vernaculares a los adivinos, curanderos o brujos, tendieron a englobarlos bajo el calificativo de hechiceros, no por desconocimiento, sino para justificar que la extirpación de las idolatrías era una lucha contra el demonio64.

El sacerdote jesuita José Pablo de Arriaga observó que los oficios y ministerios de la idolatría eran comunes a hombres y mujeres. Éstos abarcaban un amplio espectro de prácticas: el culto a las divinidades andinas (huacas) y a las momias de los antepasados (mallqui), la preparación de chicha, la confesión, la adivinación, la curación, entre otras. Si bien en ellas participaban hombres y mujeres, los oficios principales eran ejecutados por los hombres. El jesuita agregaba que «los oficios menos principales, como ser adivinos y hacer la chicha, las mujeres lo ejercitan». Lo anterior no debe considerarse como parte de una división sexual de las manipulaciones rituales, ya que el propio Arriaga, refiriéndose al caso de azuac o accac (el que produce la chicha para las fiestas y ofrendas de las huacas), señalaba que este oficio era desempeñado por los hombres en los llanos y por las mujeres en las sierras. Aunque Polo de Ondegardo también señaló que hombres y mujeres practicaban la hechicería, observó que las mujeres eran más diestras para confeccionar hierbas y raíces para matar. Por esta razón, las hechiceras eran temidas incluso por los caciques e indios, quienes ni «osan descubrirlas, de temor porque lo uno temen ser hechizados de nuevo y lo otro que también ellas manifestarían los males suyos»65.

Desde un punto de vista histórico, el fenómeno de la hechicería o brujería obliga a precisar el lugar que ocupó en la articulación de determinados fenómenos sociales y a determinar la relación que guarda con las ideologías coloniales. Irene Silverblatt ha señalado que la extirpación de las idolatrías y la arremetida contra sus ministros permitió a las mujeres indígenas adquirir un rol más protagónico en los sistemas rituales, en los que hasta entonces sólo habían tenido un papel secundario66. Por su parte, María Emma Mannarelli afirma que la hechicería femenina canalizó gran parte de los comportamientos y valores rechazados por la cultura hegemónica, al mismo tiempo, ejerció un poder sobre los hombres y el dominio de una situación caracterizada por la violencia67. Esta perspectiva no debe desconocer que las representaciones sobre la brujería o hechicería no fueron homogéneas durante la Colonia. Desde el siglo XVII se observan diversas representaciones de las hechicerías a nivel de la alta burocracia virreinal, la burocracia provincial, las víctimas y los acusados68. A pesar del racionalismo que se impuso en la evaluación de las acusaciones de brujería, y del desplazamiento que tuvieron los paradigmas ideológicos coloniales, ésta siguió siendo considerada como un delito político69. Por ello, a través de la brujería se pudo continuar legitimando en la sociedad colonial, al menos a nivel local y en determinadas coyunturas, un sistema de sujeción, exclusión y violencia70.

Aunque la acusación por brujería no prosperó a nivel de la burocracia regional, durante los siglos XVII y XVIII siguió ofreciendo un fondo de representaciones y discursos para interpretar las enfermedades, muertes, conflictos, angustias personales y todos aquellos acontecimientos cuyas causas no podían ser encontradas de buenas a primeras. Para algunas autoridades, como el corregidor de Atacama, esas prácticas revelaban que los indios seguían viviendo como en los tiempos de la gentilidad, con «idolatrías que permanecen en ellos con las supersticiones que el demonio les hace creer»71. Un ejemplo de esto fue la repentina enfermedad de una muchacha española, que advirtió de la presencia de brujos y maleficios. Durante un mes, la joven fue tratada por una enfermedad cuya sintomatología no era precisa: tenía fuertes dolores, pero el pulso se encontraba «bueno sin que tuviese accidente natural en que me fue preciso discurrir sobre el particular que sin duda era maleficio». Una curandera del ayllu de Condeduque, llamada Juana Antonia, ayudó a la enferma, pero los remedios que le aplicó no tuvieron los efectos esperados. Otros curanderos confirmaron la sospecha del corregidor de que la muchacha había sido víctima de maleficio. Los curanderos vieron en esta acusación la posibilidad de deshacerse de Juana Antonia, quien debió haber tenido un gran prestigio por sus dotes curativas para ser llamada en primer lugar a tratar a la enferma. Para lograrlo contaban con la declaración de la propia enferma, quien afirmó haber «visto entre sueño a una india natural de este pueblo llamada Juana Antonia hija de Pascual Morales y de Francisca Elvira del ayllu de Condeduque, que ésta veía y le había introducido unos atados de cabellos en la boca sin poderse defender».

Forzada por las torturas, Juana Antonia reconoció –según la versión del intérprete– que «desde chiquita tenía pacto por el demonio». Sin embargo, la expresión «pacto con el demonio» resultaba más acorde con las representaciones demonológicas de la época que referirse a la iniciación que había permitido el conocimiento de las virtudes de plantas y ritos de curación. Juana Antonia había adquirido los conocimientos de su madre, la india Francisca Elbira, a quien se vio obligada a denunciar como su cómplice en el maleficio, a causa de los fuertes azotes a los que fue sometida. Aunque la documentación disponible no permite hacer generalizaciones como las de Silverblatt y Mannarelli, es plausible sostener que las prácticas curativas realizadas por Juana Antonia y su madre remitieron a una modalidad propiamente femenina y que la acusación de brujería, independientemente de las intenciones del corregidor y de las representaciones demonológicas, pudo ser el resultado, en un primer momento, de las tensiones desatadas con los especialistas masculinos; estos últimos vieron en las curanderas una amenaza a la mantención de sus clientes y prestigio. No es extraño, entonces, que las dos personas que sirvieron de testigos contra Juana Antonia hayan sido curanderos hombres. Posteriormente, uno de esos curanderos, apoyado por el cacique de San Pedro de Atacama, acusó al otro de ser «maestro de brujería». Este asunto abrió un segundo ámbito de tensiones entre los curanderos y entre un curandero y la autoridad política.

En el territorio de la Capitanía General de Chile, la situación no era tan diferente, ya que los machis, «que son hechizeros»72, eran hombres, aunque de ellos llamó especialmente la atención que además estuvieran vinculados a la actividad bélica73. No obstante, y tal vez siguiendo el estereotipo hispano, el cronista Jerónimo de Vivar señaló, a propósito de las indígenas del área de Concepción, que son «muy grandes hechiceras». No queda claro si estas hechiceras son chamanes como los machis o simplemente se trata de especialistas de segundo orden. Ahora bien, las mujeres mapuches lograron, a partir del siglo XVIII, articular una experiencia chamánica propia. De acuerdo a Bacigalupo, este dominio chamánico femenino estuvo ligado al control de los rituales de fertilidad, necesarios para las actividades agrícolas, y a la relación que las machis tuvieron con la luna.

De ahí entonces que el desplazamiento desde una «sociedad guerrera nómade» hacia una sociedad de economía agrícola haya permitido el ascenso de las machis. Pero este ascenso también significó, junto con la acumulación de ciertos excedentes y la independencia de la tutela masculina, la adquisición de un poder alterno al sistema patrilineal dominante74.

Economía colonial, género y agencia

Los proyectos colonial y republicano generaron intensas repercusiones sociales, económicas y culturales en las poblaciones indígenas. Respecto a las mujeres, la interrogante es si éstas fueron más recientes a las transformaciones coloniales o si, por el contrario, se incorporaron plenamente a los nuevos escenarios históricos. En el caso de los Andes coloniales, la condición y las categorías fiscales de tributario75 y mitayo76 subrayaron la centralidad de los hombres en las obligaciones económicas requeridas por la corona. De acuerdo a las leyes de Indias, las mujeres y niños estaban efectivamente excluidos de tributar y participar en los trabajos periódicos y forzosos que establecía el Estado77. Esta legislación causó que la integración de las mujeres indígenas a la sociedad colonial fuera más restrictiva en comparación a los hombres. Las mujeres, siendo más distantes a tales actividades, fueron más resistentes a los cambios culturales y desempeñaron el papel de trasmisoras de las tradiciones y costumbres en sus comunidades y familias. Esta perspectiva es próxima a los enfoques de Silverblatt y Larson, quienes destacaron el lugar de las mujeres indígenas en la continuidad de las tradiciones culturales y en la resistencia a la dominación.

Ahora bien, el papel de la mujer andina debiera ser analizado en relación a las dinámicas históricas de cada localidad. En el caso del Corregimiento de Atacama, jurisdicción relativamente alejada de los grandes centros coloniales, las mujeres demostraron una mayor oposición a perder sus lenguas nativas. Así lo demuestra una queja formulada por el corregidor y revisitador Alonso Espejo en 1683: «Todos hablan la lengua [castellana] menos las indias que son más rudas, y aunque hablan algo, la española, y la general la más ordinaria, y la materna»78. Esto revela que, mientras los varones eran ladinos en la lengua castellana, las mujeres hablaban corrientemente el cunza y la lengua general de la provincia, que de acuerdo a las disposiciones eclesiásticas era el aymara79. A pesar del calificativo de rudas que pesaba sobre ellas, las mujeres eran bilingües en lenguas andinas, situación que pudo extenderse hasta mediados del siglo XVIII. A partir de la segunda mitad de ese siglo, los registros muestran una tendencia de la población indígena femenina al monolingüismo o al solo uso de lenguas indígenas, lo que pudo incidir en los procesos de socialización de los niños80.

La reticencia de las indígenas a las transformaciones también puede ser analizada a través de las cláusulas entregadas en sus testamentos. En éstos, las mujeres reconocieron un sentido de pertenencia al afirmar sus pautas culturales o su escala de valores. Una expresión de esas tradiciones sería la práctica de legar tejidos, ropas o vestidos a sus hijas, y en caso de no tener descendencia femenina, a sus sobrinas u otras mujeres81. Un caso ilustrativo de esta práctica es el de Petrona Cutipa, natural del pueblo de Belén, ubicado en la sierra de Arica, quien pese a tener como heredero universal a su sobrino, testó toda su ropa y un paño de merino a su hermana Tomasa Cutipa82.

Resulta discutible seguir sosteniendo que las mujeres indígenas no fueran incorporadas a la economía; por el contrario, desde muy temprano ellas fueron piezas clave del funcionamiento de la sociedad colonial. Si el tributo aplicado a los varones en realidad concernía al conjunto de la comunidad y a cada unidad doméstica, la mujer debía contribuir con la mita textil (tejer para el encomendero o el corregidor, quien proveía la lana) y acompañar a su esposo en las tareas que imponía el Estado colonial. Los visitadores coloniales, por ejemplo, recurrieron a distintas estrategias para elevar la tasa textil que debían entregar los hombres, incorporando incluso a los solteros bajo el argumento que aun no teniendo esposas sí tenían «muchas madres y hermanas que se la hagan»83. El sistema laboral colonial, como la mita minera de Potosí, comprometió la participación de los recursos que los ayllu y las comunidades proporcionaban en su conjunto. Mujeres, niños y parientes acompañaban a los mitayos indígenas, preparaban productos básicos, como el maíz, el charque y el chuño, equipaban a las recuas para los trajines, y acopiaban alimentos para los largos períodos de servicio con salarios de mitayos inferiores a los de los trabajadores libres; es decir, insuficientes para la sobrevivencia del mitayo y su familia84.

Si bien las leyes prohibían que las mujeres indígenas tributaran, los agentes locales de la corona, especialmente los corregidores, intentaron aumentar sus ingresos haciendo caso omiso de las disposiciones existentes. En 1754, los indígenas de Atacama denunciaron por esta situación al corregidor Manuel Fernández Valdivieso, que ante la ausencia o fuga de los hombres exigía el cobro de los tributos a las mujeres85. Algo similar sucedió en los Altos de Arica a fines del siglo XVIII, cuando el intendente Álvarez y Jiménez prohibió que se recogieran tributos entre las indias86. Otra forma que denota la presencia de la mujer andina en la sociedad colonial se encuentra en el empleo de su trabajo en el contexto del sistema de reparto87. Ese año, el mismo corregidor de Atacama obligaba a las mujeres casadas, solteras y viudas a que le compraran coca y ropa, para luego hacerse pagar por el trabajo de éstas en la confección de tejidos y ponchos que vendía en Potosí, Salta y otros lugares88.

Frank Salomon ha demostrado que desde muy temprano las mujeres se integraron a la vida urbana, a la economía y a las prácticas culturales europeas, por medio del trabajo en el servicio doméstico o por su emprendimiento en pequeñas iniciativas económicas ligadas al comercio colonial de tejido y ropa. Este hecho explicaría, por otra parte, la abundancia de testamentos elaborados por mujeres indígenas89. Desde otra perspectiva, esta incorporación a la ciudad ha sido considerada como efecto de una política económica que terminó por desarraigar  a las mujeres de sus comunidades. Su trabajo en tareas domésticas en las casas de españoles, instituciones y conventos, y su rápida inserción en el mercado laboral urbano habrían provocado su fuerte desarraigo cultural90. No obstante, las mujeres indígenas urbanas pudieron recrear sus identidades recogiendo algunos rasgos distintivos de sus comunidades; por ejemplo, el uso del vestuario91.

La incorporación a la sociedad colonial de las mujeres indígenas también puede explicarse por su activa participación en la organización de cofradías, devociones coloniales y cultos marianos. La preparación de las fiestas religiosas con advocaciones marianas contó con la especial asistencia de las mujeres. A inicios del siglo XIX, la indígena tacneña Petrona Santamaría declaraba en su testamento que tenía unas tierras junto a sus familias, «con cuyo producto haremos la fiesta alternativamente a la Gloriosa Santa Rosa»92. Otra práctica habitual era dejar ofrendas, como lo hizo Elena Colque al donar «un par de chupetes de oro para la virgen de los remedios del timar chaca [Virgen de los Remedios de Timalchaca], y mande renovar mi marido el adorno de la Virgen»93. Otra expresión de estas prácticas cristianas fueron las limosnas, destinadas generalmente a pobres y mendigos. Un ejemplo de éstas es la que concedió Martina Yañes y Cuencas, esposa de la segunda persona del cacique del pueblo de Tarata, a miembros femeninos de su familia: «A mi tía Juliana Yañes y a mis tres primas Mercedes, Petrona y Teodora Yañes, a dos pesos a cada una los que se sacarán de mis bienes y se le entregará con preferencia por ser unas pobres»94.

En suma, pese a que en algunas regiones las mujeres indígenas se desarrollaron en lugares apartados y rurales, ellas lograron, generalmente, interactuar sin problemas con las instituciones del Estado, articulando un acabado conocimiento de los sistemas y prácticas legales. Más aún, se ha sugerido que los supuestos proyectos coloniales de hegemonía masculina pudieron ser interpelados a través de las esferas legales, particularmente a través de los testamentos. Las indígenas encontraron ahí un espacio para manipular y negociar la distribución de sus patrimonios y, con ello, su lugar en la sociedad. En esa perspectiva, el caso de las viudas indígenas resulta interesante, pues tuvieron la libertad suficiente para cambiar las disposiciones testamentarias y distribuir los bienes conyugales de acuerdo a sus intereses95. Sin embargo, estos aspectos no han sido suficientemente abordados por la etnohistoria del norte de Chile.

Las mujeres indígenas tuvieron un rol importante en algunos rituales y en la vida comunitaria, tal como lo comprueba, por ejemplo, su papel en la preparación de chicha de maíz en los Altos de Arica a comienzos del siglo XVIII96. Por otra parte, disponemos de algunos casos en que ellas defendieron con empeño sus bienes y su lugar en la sociedad. Tal es el caso de la viuda indígena Ignacia Paredes, del ayllu de Olanique, quien se queja en su testamento de su hijo que había vendido unas tierras de su propiedad, y relata que cuando lo descubrió, éste le contestó que «lo había hecho privado de la circunstancia de ser hijo; y yo la de Madre»97. El hecho de vender la propiedad sin su consentimiento, aun cuando legalmente pudiera hacerlo por ser el hijo legítimo de su padre, determinó que la viuda utilizara su testamento de acuerdo a lo que consideraba justo, razón por la cual decidió legar a su hijo Juan José Paredes (hijo ilegítimo) los bienes restantes: árboles y media calle de agua que disfrutaba en su ayllu. Más tarde explicaría que su decisión se debió a que este hijo era el que había desempeñado las funciones del mejor marido, «porque no he tenido otro amparo ni refugio que la de este honrado y obediente hijo quien hasta el día me sostiene en cama»98. De este modo, la viuda castigaba a su hijo legítimo y sus descendientes, favoreciendo al que había asumido las reglas propias de la reciprocidad familiar.

Más allá de evaluar la originalidad cultural de estas prácticas testamentarias, es necesario apreciar históricamente cómo las mujeres indígenas lograron utilizar sus testamentos para vencer cualquier situación de subalteridad y reivindicar un sentido de justicia acorde a su condición de mujer en un tejido social del cual formaban parte. No debe extrañar, entonces, que Elena Colque, indígena de Livilcar, pueblo ubicado en la cabecera del valle de Azapa, aun estando enferma, decidiera dejar sus terrenos a su marido, don Fructuoso Tarque, «en agradecimiento de su leal compañía»99.

Las agencias que desempeñaban las mujeres indígenas y su conocimiento de las prácticas legales pudieron tener distintas suertes en la medida que éstas amenazaban el control político de algunos dispositivos coloniales. A fines del siglo XVIII, las mujeres indígenas de la jurisdicción de Lípez se organizaron y denunciaron judicialmente a su cura doctrinero cuando las obligaba a tejer grandes cantidades de ropa en los obrajes. Si se negaban a tejer, el clérigo las azotaba en sus asentaderas, acusación que finalmente fue probada y que gatilló la expulsión del de la doctrina100. Sin embargo, esta no fue la misma suerte de Francisca Alave, indígena viuda de la doctrina de Codpa, quien no estuvo de acuerdo con los cobros excesivos que el cura Andrés Joseph Delgado le exigía por el entierro de su difunto marido. Francisca Alave averiguó con sus vecinos cómo poder defenderse y decidió escribir su queja al mismísimo obispo. Luego de ser reprendido por sus superiores, el cura doctrinero mandó a traer a la indígena «y la hiso correr la sangre dejándola inmovible y enferma, de cuyas resultas después de algún tiempo murió»101.

En el caso de las mujeres rapanui, aunque ellas estuvieron expuestas a una fuerte subordinación en el matrimonio, esto no significó una ausencia de agencias femeninas. Por el contrario, el lugar preponderante que tenían en la producción y reproducción del hogar, particularmente en la preparación de los alimentos, las transformó en elementos clave del ordenamiento cultural, como se demuestra en algunos mitos de crisis102. Esto también se ve confirmado por su participación en actividades rituales de curación y en la manipulación simbólica necesaria para el triunfo de los hombres en el combate103. El dominio del lenguaje simbólico y ritual de las mujeres rapanui se intensificó en el contexto colonial. Por eso, los misioneros alentaron una indigenización del cristianismo, que se tradujo en el rol activo de los y las catequistas, y de la propia comunidad cristiana, en la reproducción de las devociones. Ese lenguaje religioso se tradujo también en un lenguaje político que permitió a las mujeres desarrollar una agencia activa en la coyuntura colonial de fines del siglo XIX y comienzos del XX.

Comentarios finales

En este recorrido por la historia de las mujeres indígenas en Chile se impone la necesidad de proseguir el estudio de las mujeres desde una perspectiva etnohistórica y multidisciplinaria. No obstante, salen a la luz algunos hechos que cuestionan los estereotipos afianzados en el imaginario social. En primer lugar, la violencia de género ha sido una práctica arraigada, milenaria e imposible de ocultar, la cual conocemos gracias a la información etnográfica e histórica que tenemos de la voluntad femenina y social, quienes reclamaron el derecho de alejarse o divorciarse del varón abusador. Con todo, no siempre la mujer es la víctima, puesto que, excepcionalmente, hay situaciones en las que esas prácticas se invierten. En el tránsito de las sociedades igualitarias a las complejas surgen las figuras de las mujeres poderosas, tanto en el ámbito social como en el político y religioso, pues algunas de ellas son elevadas a la condición de divinidades; en los Andes eran consideradas huacas. La conquista europea trajo enormes cambios para la mujer indígena. Junto a la violencia sexual hay una prédica que eleva las virtudes de la castidad, del ideal mariano y del matrimonio monogámico, al mismo tiempo que siembra la desconfianza sobre las mujeres al presentarlas, desde una perspectiva europea, como instrumentos del demonio y asociarlas directamente a la hechicería. Surgen nuevas autoridades e instituciones que exigen nuevos servicios y tributos, los que obligan a muchas comunidades a recurrir al mercado colonial como una fuente adicional de recursos. De esta manera, algunos hombres y mujeres lograron una mediana fortuna comerciando en las ciudades y pueblos. Muchas de ellas han dejado su testimonio por medio de testamentos, donde se resume parte de sus vidas y de su involucramiento en la sociedad colonial. Por otra parte, una gran cantidad de mujeres campesinas dejaron pocos testimonios personales; por ello, nos aproximamos a ellas a través de diversas fuentes que las mencionan como conservadoras de una tradición simbólica y agraria. A veces son calificadas de rudas por no hablar el español, pero a su vez se reconoce que manejaban varias lenguas andinas. Es decir, a pesar de su aparente rudeza eran políglotas y poseían una vasta capacidad de comunicación. Además, su aislamiento también es relativo. Desde muy temprano, en los tiempos incaicos y conforme avanzaba el período colonial, las mujeres estuvieron vinculadas a la sociedad mayor, al Estado, al mercado y a la Iglesia. Aun cuando estaban lejos de la ciudadanía, no sorprende su papel en las denuncias contra funcionarios y curas que hacían lo contrario de lo que predicaba el discurso colonial. Las mujeres indígenas no estuvieron nunca al margen de la historia.


Notas

1 A inicios de la década de 1990, Salazar llamó la atención sobre este vacío historiográfico. «La mujer del “bajo pueblo” en Chile: bosquejo histórico». En Proposiciones, Nº 21, Santiago, 1992, pp. 64-83.

2 Para una discusión bibliográfica sobre la historia de las mujeres indígenas en la sociedad colonial, particularmente en el virreinato peruano, consúltese María Teresa Díez Martín: «Perspectivas historiográficas: mujeres indias en la sociedad colonial hispanoamericana». En Espacio, tiempo y forma, serie IV, Historia moderna, tomo 17, 2004, pp. 215-253. Para una perspectiva de la historiografía mesoamericana, y particularmente andina, sobre el tema de género en la sociedad colonial, véase la excelente introducción de Karen B. Graubart en su libro With our Labor and Sweat Indigenous Women and the Formation of Colonial Society in Peru 1550-1700. Satndford, California, Stanford University Press, 2007, pp. 1-25.

3 Para estos aspectos se han considerado los presupuestos analíticos de Chandra Talpade Mohanty: «Bajo los ojos de Occidente. Saber académico y discursos coloniales». En Sandro Mezzadra (comp.): Estudios postcoloniales. Ensayos fundamentales. Madrid, Traficantes de Sueños, 2008, pp. 69-101.

4 Arlette Farge: La atracción del archivo. Valencia, Edicions Alfons El Magnànim, 1991, pp. 29-37.

5 Bernardo Arriaza y Vivien Standen: Bioarqueología. Historia biocultural de los antiguos pobladores del extremo norte de Chile. Santiago, Editorial Universitaria, 2008, pp. 102-103.

6 Martín Gusinde: Los indios de Tierra del Fuego. Buenos Aires, Centro Argentino de Etnología Americana, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técticas, 1982, tomo I, p. 332.

7 Ibídem, p. 338.

8 Ibídem, tomo II, pp. 785-836.

9 María Rostworowski: Ensayos de historia andina II. Pampa de Nasca, género, hechicería. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, Banco Central de Reserva del Perú, 1998, p. 72.

10 Francisco Fernández Astete: La mujer en el Tahuantisuyo. Lima, Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005, p. 71. Véase también a John Murra: Formaciones económicas y políticas del mundo andino. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975. John Murra: La organización económica del Estado inca. México, Siglo XXI, 1978.

11 Murra, op. cit.; Rostworowski, op. cit., p. 67; Hernández, La mujer..., op. cit., pp. 96-105.

12 Rostorowski, op. cit., pp. 60-61.

13 Hernández, op. cit., p. 95. José Luis Martínez Cereceda: Autoridades en los Andes, los atributos del señor. Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 1995, p. 84.

14 Ibídem, pp. 68-70.

15 María Rostworowski. Estructuras andinas de poder. Ideología religiosa y política. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1983, pp. 167-173.

16 Jorge Hidalgo: Culturas protohistóricas del norte de Chile. El testimonio de los cronistas. Santiago, Cuadernos de Historia, Nº 1, Universidad de Chile, Facultad de Filosofía y Educación, Departamento de Historia, Cátedra de Historia de Chile, 1972, pp. 71-74.

17 Tristan Platt: «Symétries en miroir. Le concept de yanantin chez les Maches de Bolivie». En Annales ESC, vol. 33,5, 1978, p. 1096.

18 Juan Ossio: Parentesco, reciprocidad y jerarquía en los Andes. Lima, Fondo Editorial PUCP, 1992, p. 218.

19 Billie-Jean Isbell: «De inmaduro a duro: lo simbólico femenino en los esquemas andinos de género». En Denise Arnold (comp.): Más allá del silencio. Las fronteras de género en los Andes. La Paz, CIASE/ILCA, 1997, pp. 253-300.

20 Frank Salomon: «“Conjunto de nacimiento” y “línea de esperma” en el manuscrito quechua de Huarochiri (ca. 1608)». En Denise Arnold (comp.): Más allá del silencio. Las fronteras de género en los Andes. La Paz, CIASE/ILCA, 1997, pp. 301-322.

21 Alison Spedding: «“Esa mujer no necesita hombre”: en contra de la “dualidad andina”. Imágenes de género en los yungas de La Paz». En Denise Arnold (comp.), op. cit., pp. 325-343.

22 Ina Rösing: «Los diez géneros de Amarete, Bolivia». En Denise Arnold (comp.), op. cit., pp.77-92.

23 Ibídem, p. 83.

24 Vivian Gavilán: «Una aproximación a las relaciones de género entre los aymara del norte de Chile». En Temas Regionales, año 2, 2, 1995, pp. 21-33. «“Buscando vida”: Hacia una teoría aymara de la división del trabajo por género». En Chungara, vol. 24, 1, 2002, pp. 101-117. Consúltese, además, Ana María Carrasco: «Constitución de género y ciclo vital entre los aymara contemporáneos del norte de Chile». En Chungara, vol. 30, 1, 1999, pp. 87-103.

25 Vivian Gavilán: «Representaciones del cuerpo e identidad de género y étnica en la población indígena del norte de Chile». En Estudios Atacameños, Nº 30, 2005, p. 144.

26 Juan Ossio, op. cit., p. 216.

27 Guillaume Boccara: Los vencedores. Historia de pueblo mapuche en la época colonial. Santiago, IIAM-Universidad de Chile, 2007, p. 139.

28 Ibídem, p. 142. En la comprensión del género y la sexualidad, la perspectiva de Boccara no sobrepasa la oposición masculino/femenino, y descuida el análisis de géneros duales y sexualidades alternativas. Para esto último consúltese Ana María Bacigalupo: «La lucha por la masculinidad de machi: políticas coloniales de género, sexualidad y poder en el sur de Chile». En Revista de Historia Indígena, vol. 6, 2003.

29 III Concilio Limense, Constitución 37ª, f. 82. En Rubén Vargas Ugarte: Concilios Limenses, Lima, 1951, tomo I. Para un análisis histórico del modelo de «matrimonio indisoluble», consúltese a Philippe Ariès: «El matrimonio indisoluble». En Sexualidades occidentales. Buenos Aires, Paidós, 1987, pp. 189-214.

30 Clara López Beltrán: Alianzas familiares. Elite, géneros y negocios en la paz, siglo XVII. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1998, p. 226.

31 Tercero catecismo y exposición de la doctrina christiana, por Sermones. Antonio Ricardo Impressor, Ciudad de los Reyes, 1585, f. 84.

32 Ibídem, f. 85.

33 Ibídem, f. 88.

34 Philippe Ariès: «El amor en el matrimonio». En Sexualidades occidentales, op. cit., p. 183.

35 Alberto Flores Galindo y Magdalena Chocano: «Las cargas del sacramento». En Revista Andina, año 2, 2, 1984, pp. 403-434. Bernard Lavallé: Amor y opresión en los Andes coloniales. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1999, pp. 87-92.

36 Bernard Lavallé, op. cit., p. 30.

37 Ann Twinam, “Honor, sexualidad e ilegitimidad en la Hispanoamerica colonial”, en Asunción Lavrin (coordinadora), Sexualidad y matrimonio en la América hispana, siglos XVI-XVIII, México, Grijalbo, 1991, pp. 131-133.

38 Bernard Lavallé, op. cit., p. 80.

39 Pierre Bourdieu: La dominación masculina. Barcelona, Anagrama, 2003, p. 54.

40 Tercero catecismo…, op. cit., p. 152. De acuerdo al sermonario, el pecado nefando o de sodomía incluía tanto el «peccar hombre con hombre, o con mujer no por el lugar natural». También se consideraba como pecado contra natura «la polución extraordinariamente derramada fuera del vaso», pero se reservaba dicha denominación a la cópula sodomítica, «que es cuando se consumma dentro en el vaso contra natura». Manuel Rodríguez: Summa de casos de consciencia con advertencias muy provechosas para confessores. Salamanca, Juan Fernández, 1598, p. 580.

41 Luis de Valdivia: Arte y gramatica general de la lengua que corre en todo el Reyno de Chile: con un vocabulario y confessionario. Sevilla, Tomás López de Haro, 1684, pp. 26-27.

42 Jean Delumeau: El miedo en Occidente. Madrid, Taurus, 2002, p. 486.

43 Nelson Castro, Juan Chacana y Ricardo Mir: «Excitar y subyugar. Pastoral de la imagen y control de la memoria indígena colonial. Virreinato peruano, siglos XVII-XVIII». En Diálogo Andino (en prensa).

44 Hippolyte Roussel: «Île de Pâques ou Rapanui. Notice». Annales de Sacrès Coeurs, 1926, p. 11.

45 Ibídem, p. 15.

46 Alfred Métraux: Ethnology of Easter Island. Honolulu, Bernice P. Bishop Museum, 1971, p. 98.

47 María Eugenia Santo Coloma: Guardianes de la tradición. Mestizaje y conflicto en la sociedad rapanui. Rapa Nui, Rapanui Press, 2004, pp. 173-174.

48 Hippolyte Roussel, op. cit., p. 12.

49 Eugène Eyraud: «Lettre du Père E. Eyraud». En Annales de Propagation de la Foi, tomo 38, 1867, p. 127.

50 Ibídem, pp. 126-127.

51 Bienvenido de Estella: Misterios de Isla de Pascua. Rapa Nui, Rapanui Press, 2007 [1920], p. 147.

52 Nelson Castro: El diablo, Dios y la profetisa. Evangelización y milenarismo en Rapa Nui, 1864-1914. Rapa Nui, Rapanui Press, 2006.

53 Nelson Castro: «Pastoral, etnología y colonialismo. Los misterios del padre Bienvenido de Estella». En Bienvenido de Estella, op. cit., estudio introductorio.

54 Carmen Bernand y Serge Gruzinski: De la idolatría. Una arqueología de las ciencias religiosas. México, Fondo de Cultura Económica, 1993. Jean Delumeau, op. cit.

55 Martín de Castañega: Tratado de las supersticiones y hechicerías. Edición y estudio preliminar de Fabián Campagne. Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1997 [1529], pp. 63-64. Pedro de Ciruelo: Reprouación de las supersticiones y hechicerías. Alcalá de Henares, Ioan de Brocar, 1647.

56 Manuel Rodríguez: Summa de casos de consciencia con advertencias muy provechosas para confesores. Juan Fernández, Salamanca, 1598, p. 12.

57 Fray Juan de San Pedro: La persecución del demonio. Crónica de los primeros agustinos en el norte del Perú. Estudio preliminar de L. Millones, J. Topic y J. González. Málaga, 1992 [1560]. José de Acosta: De procuranda indorum salute. Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1984, 2 vols. Pablo José de Arriaga: «La extirpación de la idolatría en el Pirú». En Crónicas peruanas de interés indígena. Edición y estudio preliminar de F. Esteve Barba. Madrid, BAE, Ediciones Atlas, 1968, tomo 209. Pedro de Villagómez: Carta pastoral de exortación e instrucción contra las idolatrías de los indios del Arzobispado de Lima. Lima, Jorge López Impresor de Libros, 1649.

58 Pedro de Villagómez, op. cit. Gaspar Navarro, siguiendo a Santo Tomás, sostenía que el demonio no podía quitar la conexión (en la cual consiste el ser y la conservación de la naturaleza) y subordinación del universo, «porque ninguno puede pervertir el orden natural, sino el mismo autor de la naturaleza», que es potencia infinita. Por el contrario, el demonio era definido como criatura de necesidad, de potencia finita y limitada, y lo único que podía hacer era mover «la fantasía de los que tratan con él». Navarro sostuvo que aunque los demonios «perdieron la gracia, y las virtudes, y ciencias ínfulas sobrenaturales, mas no perdieron su naturaleza, habilidad y ingenio ni las ciencias que por su ingenio alcanza». Gaspar Navarro: Tribunal de superstición ladina, explorador del saber, astucia y poder del demonio. Huesca, Pedro Bluson, 1631.

59 Esto también se puede constatar en los juicios de idolatrías, en los que los ministros de idolatrías están en estrecha relación con los caciques, incluso ellos mismos pueden desempeñar ese oficio. Por otra parte, las mujeres desempeñan un papel secundario en estos rituales de culto a los ancestros. Consúltese los documentos publicados por Pierre Duviols: Procesos y visitas de idolatrías. Cajatambo, siglo XVII. Lima, IFEA-PUCP, 2003. Para el área de Atacama, Victoria Castro: De ídolos a santos. Evangelización y región andina en los Andes del sur. Santiago, Fondo de Publicaciones Americanistas Universidad de Chile – Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2009.

60 «Constituciones para indios del II Concilio Limense, Constitución 110». En Vargas Ugarte, op. cit.

61 Felipe Guamán Poma de Ayala: Nueva crónica y buen gobierno. Edición de John Murra, Rolena Adorno y Jorge Urioste. Madrid, Historia 16, 1987, pp. 884-886.

62 Jorge Hidalgo y Nelson Castro: «Fiscalidad, punición y brujerías. Atacama, 1749-1755». En Historia andina en Chile. Santiago, Editorial Universitaria, 2004, pp. 315 y ss.

63 Felipe Guamán Poma, op. cit., pp. 266-279.

64 Carmen Bernand y Serge Gruzinski, op. cit., p. 167.

65 Licenciado Polo de Ondegardo: Tratado y averiguación sobre los errores y supersticiones de los indios. Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, 1916, tomo III, p. 28.

66 Irene Silverblatt: Luna, sol y brujas. Género y clases en los Andes prehispánicos. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1990.

67 María Emma Mannarelli: «Inquisición y mujeres: Las hechiceras en el Perú durante el siglo XVIII». En Revista Andina, año 3, 1, 1985, p. 151.

68 Ana Sánchez: «Mentalidad popular frente a ideología oficial: el Santo Oficio de Lima y los casos de hechicería (siglo XVII)». En Henrique Urbano (comp.): Poder y violencia en los Andes. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1991.

69 Javier Flores: «Hechicería e idolatría en Lima colonial (siglo XVII)». En Henrique Urbano (comp.): Poder y violencia en los Andes. Cusco, Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1991.

70 Jorge Hidalgo y Nelson Castro, op. cit.

71 ABNB EC, 1754, Nº 58: «Autos seguidos por los indios del pueblo de Tacamas [San Pedro de Atacama] contra don Manuel Fernández Valdivieso, sobre varios maltratamientos», foja 2 r.

72 Luis de Valdivia: Sermón en la lengua de Chile, de los mysterios de nuestra santa fe catholica, para predicarla a los indios infieles del Reyno de Chile, Valladolid, 1621, p. 11.

73 Diego de Rosales: Historia Jeneral del Reino de Chile, Flandes Indiano. Santiago, Andrés Bello, 1989, p. 135. Citado en Boccara, op. cit. La relación entre el machi, considerado como hechicero, y la guerra es analizada por Boccara, op. cit., pp. 142-150.

74 Ana María Bacigalupo: «El poder de las machis mujeres en los valles centrales de la Araucanía». En Yosuke Kuramochi (coord.): Comprensión del pensamiento indígena a través de sus expresiones verbales. Quito, Abya-Yala, 1994.

75 Hombres indígenas mayores de edad o casados no mayores de cincuenta años.

76 Porcentaje de varones de una comunidad que debía concurrir a trabajar obligatoriamente durante un período en empresas agrícolas o mineras.

77 Leyes de Indias.

78 Jorge Hidalgo: «Cambios culturales de Atacama en el siglo XVIII: Lengua, escuela, fugas y complementariedad ecológica». En Historia andina en Chile. Santiago, Editorial Universitaria, 2004, p. 158.

79 AGI, Indiferente General, 1604.

80 Jorge Hidalgo: «Cambios culturales…», op. cit., p. 160.

81 La importancia de los tejidos y ropa para las sociedades andinas ha sido reconocida a partir de los trabajos de John Murra: «La función del tejido en varios contextos sociales y políticos». En Formaciones económicas y políticas del mundo andino. Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 1975, pp. 145-179. Denise Arnold et al.: Hilos sueltos: los Andes desde el textil. La Paz, ILCA-Plural Editores, 2007. También se ha sugerido cómo la transmisión de objetos rituales, tales como tejidos, aquillas y keros, se convirtió en una práctica común incorporada en las tempranas cartas testamentarias coloniales. Véase al respecto María Rotworoski: Ensayos de historia andina: elites, etnias, recursos. Lima, IEP/BCRP, 1993, p. 460. Joanne Rappaport: «Cultura material a lo largo de la frontera septentrional inca: Los pastos y sus testamentos». En Revista de Antropología y Arqueología, vol. VI, 2, 1990, pp. 11-25.

82 Archivo Regional de Tacna (en adelante ART), legajo 10, cuaderno 329, 26 de marzo de 1821, f. 14 v.

83 Carlos Assadourian: «La política del virrey Toledo sobre el tributo indio: el caso de Chucuito». En J. Flores y Rafael Varón (eds.): El hombre y los Andes. Homenaje a Franklin Pease. Lima, PUCP, 2002, p. 759.

84 Brooke Larson: Colonialismo y transformación agraria en Bolivia. Cochabamba, 1500-1900. La Paz, Ceres/Hisbol, 1992, pp. 88-89.

85 Jorge Hidalgo: «Cambios culturales…», op. cit., p. 168.

86 Archivo General de la Nación, Archivo Colonial, Fondo Derecho Indígena, cuaderno 415, legajo 24, f. 9 v.

87 La entrega de productos que los indígenas debían comprar a precios arbitrarios y por obligación impuesta por la autoridad del corregidor.

88 Archivo y Biblioteca Nacional de Bolivia, Expedientes Coloniales, Nº 59, 1755, fs. 25 v y 26 r.

89 Frank Salomon: «Indian Women of Early Quito as Seen Through their Testaments». En The Americas, 44, 3, 1988, pp. 325-341.

90 Luis Miguel Glave: Trajinantes. Caminos indígenas en la sociedad colonial, siglos XVI-XVII. Lima, Instituto de Apoyo Agrario, 1989, p. 338. Del mismo autor: «Mujer indígena, trabajo doméstico y cambio social en el virreinato peruano del siglo XVII: La ciudad de La Paz y el sur andino en 1684». En Bulletin Français d’Études Andines, Nº 17, 3-4, 1987, pp. 39-69.

91 R. Barragán: «Entre polleras, ñañacas y llicllas. Los mestizos y cholas en la conformación de la tercera república». En Henrique Urbano (comp.): Tradición y modernidad en los Andes. Centro de Estudios Regionales Andinos Bartolomé de las Casas, 1997, pp. 43.73.

92 Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 81, 1819, f. 379 v.

93 ART, legajo 35, cuaderno 852, 1883, fs. 2 r y 2 v. Esta fiesta se celebra en el santuario de Timalchaca, en los Altos de Arica.

94 Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 81, 13 de septiembre de 1833, f. 287 v.

95 Ana María Presta: «De testamentos, iniquidades de género, mentiras y privilegios: doña Isabel Sisa contra su marido, el cacique de Santiago de Curi, Charcas, 1601-1608». En J. Flores y Rafael Varón (eds.): El Hombre y los Andes. Homenaje a Franklin Pease. Lima, PUCP, 2002, pp. 817-829.

96 Jorge Hidalgo y Alan Durston: «Reconstitución étnica colonial en la sierra de Arica: El cacicazgo de Codpa, 1650-1780». En Actas del III Congreso Internacional de Etnohistoria, Lima, 1998, II, pp. 32-75.

97 Archivo Nacional de la Administración, Fondo Notarial de Arica, vol. 79, 1834, pieza 3, f. 1 v.

98 Ibídem.

99 ART, legajo 35, cuaderno 852, 19 de noviembre de 1883, f. 1 v.

100 Archivo y Biblioteca Arquidiocesano Monseñor Taborga (ABAS), Sección Arzobispal, Serie Visitas, Visita San Pedro de Turco, 1680, s/f.

101 Archivo Arzobispal de Arequipa, legajo Arica-Codpa, 1650-1891, s/f, f. 5 v. Documento facilitado por el Proyecto Fondecyt Posdoctoral 3060120, de la doctora María Marsilli.

102 Nelson Castro: El diablo…, op. cit., pp. 38-41.

103 Hippolyte Roussel, op. cit., p. 17.