viernes, 16 de octubre de 2015

Acerca de una huelga - Errico Malatesta


Traducido desde “A proposito di uno sciopero,” L'Associazione (Niza) 1, no. 1 (6 de septiembre [recte octubre] de 1889). Al castellano: @rebeldealegre. Sólo se publicaron  siete números de este periódico, los tres primeros desde Niza, los restantes desde Londres.

Un asunto que correctamente preocupa a los revolucionarios es cómo sucederá la revolución.

La sociedad establecida no puede durar, dicen, pero aún así refleja tremendos intereses, está respaldada por un montón de prejuicios tradicionales, y, por sobre todo, es defendida por una poderosa organización militar que se desmoronará tan pronto como el hechizo de la disciplina se rompa, pero mientras tanto es un formidable perro guardián y medio de represión. ¿Dónde encontraremos la fuerza y la unidad de acción requeridos para vencer? Los planes y conspiraciones están bien cuando se trata de montar una acción específica que necesita sólo a un puñado de personas, pero son generalmente incapaces de determinar una revuelta popular lo suficientemente amplia como para representar una oportunidad de victoria. Los movimientos espontáneos son casi siempre demasiado pequeños o demasiado localizados, erupcionan con demasiado descuido y son muy fácilmente aplacados como para dar esperanzas de ser tornadas en una sublevación general.

Razonando en esta línea, la conclusión casi siempre alcanzada es que las mejores ocasiones para intentar una revolución social las ofrece algún movimiento político montado por la burguesía, o una guerra.
 
Aunque estamos siempre listos para tomar la oportunidad que las guerras o las revueltas políticas puedan ofrecernos para la expropiación y la revolución social, no creemos que esas sean las más probables, ni las más deseables de las circunstancias.

Una guerra puede gatillar una revolución, al menos en el país vencido. Pero la guerra despierta la mala semilla de los sentimientos patrióticos, inspirando el odio por el país vencedor, y la revolución que ésta podría hacer nacer — en gran medida promovida por el deseo de venganza y confrontada con la necesidad de resistir la invasión — tiene una tendencia a no ir más allá de un lío político. Existe incluso el peligro de que el pueblo, fastidiado por las depredaciones y matonajes de los soldados extranjeros, pueda olvidar la lucha contra los burgueses y fraternizar con estos últimos en una guerra contra el invasor.

Una agitación política carga con el mismo tipo de peligros, aunque a menor escala; el pueblo acepta alegremente como amigos a todos los que luchan contra el gobierno, y los socialistas, que estarían naturalmente intentando tornar el tumulto en una revolución social, serían acusados de poner la victoria en riesgo y de servir a los intereses del gobierno.

Tales eventos se están volviendo cada vez más improbables. La burguesía ha ido habituando de alguna manera a las revueltas desde la emergencia del partido socialista que amenaza con arrebatarle la victoria de las manos, y el pueblo, iluminado por la experiencia y la propaganda, ya no anhela tanto ir al sacrificio por la gloria y el beneficio de sus amos. Y nuevamente, la burguesía no tiene real intención de hacer la revolución — ni en los países europeos occidentales ni en las Américas. En esos países, es la burguesía la que en realidad gobierna. El hecho de que parte de ella se encuentre en graves aprietos y que enfrente la bancarrota y la pobreza no depende de las instituciones políticas y no puede ser alterado por un mero cambio de gobierno. Es, en vez, el resultado del mismo sistema capitalista al cual la burguesía le debe su existencia. Y, no importa cuán inevitable e inminente pueda parecer la guerra por mil razones económicas y políticas, es siempre pospuesta y se hace cada vez menos probable que ocurra a medida que los avances del socialismo internacional hace a los dominadores temer sumergirse en la oscuridad que sigue a una gran guerra europea.

De todos modos, las guerras y las revueltas políticas no dependen de nosotros, y nuestra propaganda, por su misma naturaleza, tiende a volverlas cada vez más difíciles e improbables. Sería por lo tanto muy mala táctica de nuestra parte si basáramos nuestros planes y esperanzas en eventos que no podemos y no deseamos gatillar.

De hecho, creemos que el prejuicio de esperar por oportunidades que no podemos llevar a cabo nosotros es en gran parte culpa del tipo de inercia y fatalismo al que algunos de nosotros a veces sucumbimos. Por supuesto, aquel que no puede hacer nada o piensa que no puede hacer nada, se inclina a dejar que las cosas tomen su curso y a dejar que el curso de la naturaleza disponga las cosas. Y ese mismo prejuicio podría muy bien ser culpa del hecho de que muchos buenos socialistas, cuyo cálido amor por el pueblo y ardiente espíritu revolucionario no podríamos negar, creen estar obligados a bajar sus armas y esperar a que algo caiga del cielo. Sin poder soportar tal ociosidad, se lanzan, sólo por hacer algo, al concurso electoral y entonces, poco a poco, abandonan la ruta revolucionaria por completo y descubren que se han convertido, contra sus voluntades, en vulgares políticos. ¡Cuán a menudo lo que parece — y bien puede haber resultado ser — traición ha comenzado por un entusiasmo e impaciencia que han perdido su camino!

Por suerte hay otras avenidas por las que la revolución puede suceder, y entre ellas nos parece que la agitación obrera en la forma de huelga es la más importante.

Las grandes huelgas que han ocurrido en los años recientes en un número de países europeos iban apuntando a los revolucionarios en dirección a aquel método abandonado; pero, de todas ellas, la colosal huelga de los trabajadores portuarios en Londres hace poco tiempo ha probado ser especialmente instructiva.[1]

* * *

Estos son los hechos:

Tras una corta pero ocupada campaña de propaganda, los trabajadores temporales de los puertos de Londres, que en la región son unos 50.000, se organizaron en un sindicato y rápidamente comenzaron la huelga. Los temporales son trabajadores a pedido que se reportan en los portales de los depósitos cada mañana y, si hay trabajo para ellos, son empleados por el día o en realidad simplemente por varias horas de corrido. Son éstos trabajadores pobres que viven en tugurios estrechos y fétidos, alimentándose o incluso manteniendo su hambre a raya con alimentos de desecho y licores contaminados, y vistiéndose de harapos. Viviendo el día a día, su trabajo siempre incierto, expuestos a la competencia de todos los famélicos que llegan desde todo lugar de Inglaterra y del resto del mundo, habituados a disputar unos con otros por un poco de trabajo, despreciados por los trabajadores de los oficios más afortunados, ciertamente satisfacen toda condición necesaria para ser considerados inapropiados para la organización y para una revuelta consciente contra los explotadores. Y sin embargo tomó sólo un par de años de propaganda realizada por un puñado de hombres voluntariosos capaces de dirigirse a ellos en términos inteligibles para probarles que son bien capaces de unir fuerzas, pararse rectos, y exigir la atención de todo el mundo civilizado. Lo que simplemente demuestra que el pueblo está en realidad más avanzado de lo que algunos creerían, y que una lenta pero persistente elaboración ya está en camino entre las masas, todo desconocido para los filósofos, preparándoles para el gran día que alterará la faz de la tierra.

Los huelguistas demandaban seis peniques la hora (en vez de cinco) por un día de trabajo; y ocho peniques la hora por trabajo antes de las 8 de la mañana y después de las 6 de la tarde; la abolición del arreglo mediante el cual el trabajo era subcontratado a explotadores de segundo nivel quienes, a su vez, subcontrataban a otros; un mínimo de cuatro horas de trabajo para los contratados, y unos cuantos otros cambios regulatorios.

La huelga de los trabajadores temporales había sido escasamente declarada cuando todos los demás sindicatos asociados a la carga y descarga de los buques — estibadores, portadores del carbón, lancheros, carreteros, etc. — también detuvieron el trabajo, algunos de ellos ni siquiera buscando mejorías sino sólo por solidaridad con los temporales. Rechazaron todo compromiso y toda concesión hasta que los temporales tuvieran lo que querían.

Llevados por el ejemplo, otros sindicatos no relacionados con los puertos entablaron simultáneamente sus propias demandas y se fueron a huelga.
 
Y Londres, la gran capital de los monopolios, fue testigo de 180 mil personas en huelga, e impresionantes protestas de hombres con rostros demacrados, vestidos en harapos, cuyo severo ceño infundió terror en las almas de la burguesía.
            
Pero hubo más:

Los trabajadores empleados en las plantas de gas se ofrecieron para ir a huelga. Londres habría quedado en la oscuridad al caer la noche y los hogares de los burgueses estarían expuestos a graves peligros. La misma oferta fue hecho por los conductores de tranvías, los obreros siderúrgicos, y los carpinteros.

En resumen, hubo un gran incremento de entusiasmo, un arrebato de solidaridad, un renacimiento de la dignidad que parecía consumar una huelga general; con la producción, el transporte y los servicios públicos detenidos ¡en una ciudad de unos 5 millones de habitantes!

Otras ciudades en Inglaterra sintieron el impacto del ejemplo dado, y brotaron huelgas más o menos grandes aquí y allá. En su tierra y en todas partes, el proletariado comprendió que los trabajadores de Londres luchaban en la causa común, y se inundó de extraordinaria ayuda proveniente de todos lados.

Los huelguistas habían de ser admirados por la resolución con que soportaron las más duras privaciones, y por la fortaleza con que rechazaron toda sugerencia de compromiso, por la inteligencia que desplegaron al anticipar lo que se necesitaría para la lucha, y por el espíritu de solidaridad y sacrificio que prevaleció en sus filas.

Se esforzaron por alimentar a una población, incluidos mujeres y niños, de más de medio millón de personas; de levantar suscripciones y colectas por toda la ciudad; de seguir el ritmo a una vasta correspondencia por carta y telegrama; de organizar mítines, protestas, y charlas; de estar pendientes, poner manos a la obra, y estar alerta en caso que los patrones timaran a pobres ingleses o extranjeros hacia el esquirolaje; de monitorear todas las entradas a los puertos para ver si había personas yendo a trabajar y cuántas. Todo esto, asombrosamente bien hecho por voluntarios no solicitados.

Hubo un incidente digno de notar: un buque de carga de hielo arribó y corrió el rumor de que este hielo iba destinado a los hospitales. Los huelguistas corrieron en tal número a ayudar a descargarlo sin cuidado alguno de si iban a ser pagados o no por la labor. Los enfermos — y en especial los pacientes en los hospitales — no debían sufrir por cuenta de la huelga.

No hay duda; gente como esta merece y es capaz de velar por sus asuntos por sí misma y, de ser libres, se guiarían en sus labores por esta preocupación por el bien general — ¡algo completamente ausente en el sistema burgués de producción!

Esos trabajadores poseían un amplio, a menudo instintivo, conocimiento de sus derechos y de su utilidad a la sociedad, y tenían la mentalidad combativa requerida para hacer una revolución; sintieron un vago anhelo por medidas más radicales que pudiesen terminar con su sufrimiento de una vez por todas, y borrar de la producción a todos los patrones e intermediarios que, aunque no producen nada, claman la mayor parte de lo producido, y hacen del trabajo, que debiese ser una obligación — algo de qué glorificarse y de lo cual derivar satisfacción — un infierno de dolor y una marca de inferioridad.

La ciudad estaba en alboroto, las provisiones se habían agotado en gran medida, muchas fábricas habían sido cerradas por falta de carbón o de materias primas, y con la incomodidad creciente, la irritación estaba en alza. En las esquinas, se comenzaba a hablar de hacer redadas a los distritos más adinerados.

Un estallido de revolución social soplaba por las calles de la gran ciudad.

Desafortunadamente las masas están aún impregnadas del principio de autoridad y creen que no pueden y no deben hacer nada sin órdenes desde arriba. Y así fue que los huelguistas fueron influenciados por un comité de personas que ciertamente merecen elogios por la parte que habían jugado en sentar las bases para la huelga o por servicios previos, pero que llanamente no eran adecuados para la posición a la que habían sido elevados por las circunstancias. Enfrentados a una situación completamente nueva que había ido más allá de todo a lo que aspiraban y para lo cual no tenían corazón, no pudieron lidiar con las responsabilidades incumbentes a ellos y llevar las cosas adelante, y no tuvieron la modestia y la inteligencia de hacerse a un lado y dejar que las masas actuaran. Comenzaron por restringir la huelga con una demostración contra la huelga general, y siguieron por hacer todo en su poder por mantener la paz y mantener la huelga dentro de los parámetros de la ley. Después, luego de que el momento de oportunidad había pasado, y el agotamiento había comenzado a minar el entusiasmo, presionaron por lo que habían antes rechazado e hicieron un llamado a la huelga general, sólo para retractarse debido a nuevos temores y presiones.

El alcalde de la ciudad y el alto clero, que había permanecido impasible, sin importarles en nada el sufrimiento de los trabajadores, volvieron a la ciudad una vez que vieron que las cosas se prolongaban demasiado y que el asunto estaba en dificultad y enfrentando el fracaso. Abrumados como siempre por tiernos sentimientos por la amada buena gente, se ofrecieron a mediar... Y luego de cinco semanas de heroico esfuerzo, todo el asunto terminó en un compromiso, tras lo cual los trabajadores volvieron a trabajar con la promesa de que sus demandas serían satisfechas desde el 4 de noviembre.

* * *

Véase cuán fácil podría suceder una revolución y, ¡ay! cuán fácil la oportunidad se puede dejar esfumar.

Si solamente en Londres la huelga general hubiese sido alentada y se le hubiese permitido seguir, la situación se hubiese tornado muy problemática para la burguesía, y la revolución se le hubiese ocurrido rápidamente al pueblo como la más simple solución. Fábricas cerradas; vías férreas, tranvías, buses, carros y cabinas en pausa; los servicios públicos cortados; los suministros de alimentos suspendidos; las noches sin luz de gas; cientos de miles de trabajadores en las calles — qué situación para que un grupo de personas, ¡hubiesen tenido un poco de materia gris y una pizca de agallas!

Si solo un poco de llana y clara propaganda en pro de la expropiación violenta se hubiese montado de antemano; si algunas bandas de valientes se hubiesen dispuesto a tomar y repartir alimentos, vestimenta, y otros artículos útiles que las bodegas tenían por montones, o si individuos aislados hubiesen forzado su entrada a los bancos y otras oficinas de gobierno para prenderles fuego, y otros hubiesen entrado a los hogares de la alta burguesía y alojado a las esposas e hijos ahí; y si otros le hubiesen dado su justo merecido a los más avaros burgueses y otros hubiesen puesto fuera de acción a los líderes de gobierno y a todo aquel que, en tiempos de crisis, pueda tomar su lugar, a los comandantes de la policía, los generales y todo el escalón superior del ejército, tomados por sorpresa en sus dormitorios o mientras salen de sus casas: en resumen, si solamente hubiese habido unos pocos miles de revolucionarios decididos en Londres, que es tan inmensa, entonces hoy la vasta metrópolis — y con ella, Inglaterra, Escocia, e Irlanda — estarían enfrentando una revolución.

Y tales cosas, tan problemáticas y casi imposibles de sacar adelante —  si son éstas dispuestas y preparadas por algún comité central — se vuelven lo más fácil del mundo si los revolucionarios, en acuerdo en sus propósitos y métodos, actúan junto a sus compañeros para empujar las cosas en la dirección que piensan es mejor cuando la oportunidad aparece, en vez de esperar la opinión u orden de nadie.

Hay más que suficientes personas de coraje, de determinación, en cada ciudad y pueblo. Si nada más, la alta tasa de crímenes lo sugeriría; es a menudo nada más que la erupción intempestuosa de energías acorraladas que no hallan salida útil en el estado presente de las cosas. Lo que falta es la propaganda: cuando alguien tiene una imagen clara en su mente del fin a alcanzar y de los medios que llevan a él, actuará sin solicitud y con la confianza en que está haciendo bien y no sentirá temor ni cobarde indecisión.

* * *

Admitamos haber cometido errores:

En aquellos días en que las ideas anarquistas comenzaban a ganar terreno en la Internacional, existían dos escuelas de pensamiento en cuanto a las huelgas en el proletariado. Algunos, que no suscribían a ningún ideal amplio de total emancipación y cambio social, reconocían que la huelga era el mejor medio disponible para que el trabajador mejorase sus circunstancias y reconocían que esto, más la cooperativa, serían la última palabra en cuanto al movimiento obrero.

Los otros, los socialistas autoritarios, entendían y decían llanamente que la huelga era un sinsentido económico y que no tenía la fuerza para traer mejoría duradera alguna, qué decir de emancipar al proletariado; pero concedían que era un buen arma de propaganda y agitación, hacían uso frecuente de él y llamaban a la huelga general como un medio de hacer que la burguesía por hambre se viera forzada a rendirse. Lo único era que, en virtud de que eran autoritarios, imaginaban que una huelga general podía ser organizada con anticipación para romper en una fecha específica agendada por un comité central, una vez que la mayoría de los trabajadores se hubiese unido a las filas de la Internacional, y que la explotación burguesa llegara a un fin de modo mucho más pacífico.

Nosotros los anarquistas, atrapados entre los prejuicios burgueses de una facción y el utopismo autoritario de la otra, estábamos tal vez algo impregnados de la antigua mentalidad jacobina que prestaba poca atención a las acciones de las masas y pensábamos que éstas serían emancipadas utilizando los mismísimos métodos empleados para esclavizarlos, y nos apresuramos en criticar la huelga como arma económica y fallamos en darle su crédito como exponente de rebelión moral. Gradualmente dejamos al movimiento obrero completo en manos de reaccionarios y moderados.

Nosotros, que pretendemos involucrarnos en toda insurrección, no importa lo pequeña que sea, nosotros que nos sentimos avergonzados si, una vez que las barricadas comienzan en algún lugar, no hacemos todo en nuestro poder por hacer eco de la revuelta o corremos a llenar las filas, hemos visto a decenas de miles de personas enfrentando sus escudos contra el capital, hemos visto la lucha agriarse y tomar giros revolucionarios.... y hemos permanecido impasibles, dejando el campo abierto a aquella clase de autodenominados revolucionarios que aparecen principalmente para predicar la limitación y la tranquilidad y para tornar todo en una oportunidad para lanzar candidatos.

Ya va siendo la hora de volver a examinarnos. No estamos por cierto renunciando a otros medios de acción a nuestra disposición o que puedan sentarnos bien — pero por sobre todo, volvamos a estar entre el pueblo.

Las masas se conducen hacia grandes demandas por vía de pequeñas peticiones y pequeñas revueltas: mezclémonos con ellas e incitémoslas a avanzar. En toda Europa, las mentes se inclinan en el presente a las grandes huelgas de trabajadores agrícolas o industriales, huelgas que involucran vastas áreas y sindicatos a montones. Bueno, entonces, encendamos y organicemos tantas huelgas como podamos; asegurémonos que la huelga se contagie y que, una vez que estalle, se esparza a diez o a cien oficios distintos en diez o en cien pueblos.

Pero que cada huelga cargue su mensaje revolucionario: que cada huelga convoque a personas de vigor a que castiguen a los patrones y, por sobre todo, a que cometan transgresiones contra la propiedad y que demuestren así a los huelguistas cuánto más fácil es tomar que pedir.

Una revolución que nazca de una gran proliferación de huelgas tendría el mérito de encontrar la pregunta ya hecha en términos económicos y conduciría con mayor seguridad a la emancipación comprehensiva de la humanidad.

Las tácticas que proponemos nos llevarán al contacto directo e ininterrumpido con las masas, nos proveerá de un enclave desde donde importar y esparcir nuestra propaganda por todas partes, y nos permitirá dar aquellos ejemplos y llevar a cabo aquella propaganda por los hechos, que siempre predicamos pero que tan rara vez practicamos, no por alguna falta de determinación o coraje, sino por carencia de oportunidades.

Así que salgamos en busca de tales oportunidades.
           
              



[1] Malatesta se refiere a lo que ha venido a conocerse como la Gran Huelga Portuaria, que tomó lugar en Londres desde el 14 de agosto al 16 de septiembre de 1889.  Esta es reconocida generalmente como el comienzo del “nuevo sindicalismo” británico, que difería del antiguo sindicalismo de oficios por su esfuerzo en lograr una amplia base de trabajadores no cualificados o semi-cualificados y por su enfoque en la acción industrial. Hay evidencia de que Malatesta, retornado recientemente desde Sudamérica, estuvo en Londres en aquel entonces, antes de moverse a Niza para editar L'Associazione. Por ende fue  testigo directo de la huelga.


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