Un movimiento formidable se iba desarrollando al mismo tiempo entre
la parte más ilustrada de la juventud rusa. La servidumbre estaba
abolida; pero una extensa red de hábitos y costumbres de esclavitud
doméstica, de completo desprecio de la individualidad humana, de
despotismo por parte de los padres y de sumisión hipócrita por el de las
esposas, hijos e hijas, se había desarrollado durante los doscientos
cincuenta años que duró. En toda Europa, al principio del siglo XIX,
dominaba un gran despotismo doméstico; de ello dan buen testimonio las
obras de Thackeray y Dickens; pero en ninguna otra parte alcanzó tan
extraordinario desarrollo como en Rusia. Toda la vida rusa, en la
familia, en las relaciones entre jefes y subordinados, oficiales y
soldados, y patronos y obreros, lleva impreso su sello. Todo un mundo de
costumbres y modos de pensar, de preocupaciones y falta de valor moral y
de hábitos creados al calor de una lánguida existencia, había tomado
cuerpo a su sombra. Hasta los hombres mejores de la época pagaban un
gran tributo a estos productos del periodo de servidumbre.
A la ley no le era dado intervenir en tales cosas. Sólo un vigoroso
movimiento social que atacara las raíces mismas del mal hubiera podido
reformar los hábitos y costumbres de la vida corriente, y en Rusia esta
acción, esta rebeldía del individuo, tomó un carácter más enérgico, y se
hizo más radical en sus aspiraciones que en ninguna otra parte de
Europa o América. Nihilismo fue el nombre que Turguéniev le dio en su
novela, que hará época en la Historia, titulada Padres e Hijos.
Este movimiento ha sido mal comprendido en la Europa occidental; la
prensa, por ejemplo, lo confunde continuamente con el terrorismo. La
agitación revolucionaria que estalló en Rusia hacia el fin del reinado
de Alejandro II, y que terminó en su trágica muerte, es descrita
constantemente como nihilismo, lo cual es, sin embargo, una
equivocación. Confundir nihilismo con terrorismo, es tan erróneo como
tomar un movimiento filosófico, como el estoico o el positivista, por
uno político, como, por ejemplo, el republicano. El terrorismo vino a la
existencia traído por ciertas condiciones especiales de la lucha
política, en un momento histórico determinado; ha vivido y ha muerto;
puede renacer y volver a morir. Pero el nihilismo ha marcado su huella
en la vida entera de la parte más inteligente de la sociedad rusa, y no
es posible que ésta se borre en muchos años. Es el nihilismo,
desprovisto de su aspecto más violento -cosa imposible de evitar en todo
nuevo movimiento de esta índole, lo que da ahora a la vida de una gran
parte de la clase más ilustrada de Rusia, un cierto carácter peculiar
que nosotros, los rusos, sentimos no encontrar en la de igual índole que
habita el occidente europeo; él es también, en sus varias
manifestaciones, lo que da a muchos de nuestros escritores esa notable
sinceridad y esa costumbre de pensar en alta voz que sorprende a los
lectores de aquella parte de nuestro continente.
Ante todo, el nihilista declaró la guerra a lo que puede considerarse
como las mentiras convencionales de la humanidad civilizada. Una
sinceridad absoluta era su rasgo distintivo, y en nombre de ella,
renunciaba, y pedía a los demás que lo hicieran también, a esas
supersticiones, prejuicios, hábitos y costumbres que su criterio no
lograra justificar. El se negaba a inclinarse ante toda autoridad que no
fuera la de la razón, y en el análisis de cada institución o hábito
social, se rebelaba contra toda clase de sofismas, más o menos
enmascarados.
El nihilista rompió, como es natural, con las supersticiones de sus
padres, siendo en concepciones filosóficas un positivista, un ateo, un
evolucionista spenceriano del materialismo científico; y aun cuando
jamás atacaba la sencilla y sincera creencia religiosa, que es una
necesidad psicológica de sentir, luchó abiertamente contra la
hipocresía, que conduce a las gentes a cubrirse con la máscara de una
religión de la que repetidamente se desprenden como de un lastre inútil.
La vida de la sociedad civilizada está llena de pequeñas mentiras
convencionales. Personas que se odian mutuamente, al encontrarse en la
calle cambian una falsa sonrisa, en tanto que el nihilista sólo
demuestra su satisfacción al encontrar a alguien digno de aprecio. Todas
estas formas de cumplidos superficiales, que no son más que mera
hipocresía, le eran igualmente repulsivas, mostrando cierta aspereza
exterior como protesta contra la exagerada cortesía de sus mayores. Los
había visto hablar apasionadamente como idealistas sentimentales, y al
mismo tiempo conducirse como verdaderos bárbaros con sus esposas, sus
hijos y sus siervos; y se declaró en rebeldía contra esa clase de
sensiblería que, después de todo, se acomodaba tan fácilmente a las
condiciones puramente ideales de la vida rusa. El arte se hallaba
envuelto en la misma negación niveladora. Un hablar continuo sobre la
hermosura, lo ideal, el arte por el arte, estética y otras cosas por el
estilo, de que tanto se hacia gala -mientras que todo objeto artístico
se compraba con dinero extraído de los hambrientos agricultores o de los
esquilmados obreros, y el llamado culto a la belleza no era sino un
antifaz para encubrir la más vulgar disolución-, le inspiraban un gran
desprecio, y la critica del arte que Tolstoi, uno de los más grandes
artistas del siglo, ha formulado ahora con tanta energía, el nihilista
la expresaba en esta terminante afirmación: Un par de botas tiene más
importancia que todas vuestras madonnas y todas vuestras disquisiciones
sobre Shakespeare. El matrimonio sin amor, la familiaridad sin el
afecto, eran igualmente repudiados. La joven nihilista, obligada por sus
padres a ser un autómata en una casa de muñecas, y a contraer un enlace
de conveniencia, prefería abandonar su hogar y sus trajes de seda,
ponerse un vestido de lana negro de la clase más inferior, cortarse el
cabello e ir a un instituto, dispuesta a ganar allí su independencia
personal. La mujer que había visto que su casamiento no tenía ya el
carácter de tal, que ni el amor ni la amistad servían de vinculo a los
que legalmente eran considerados como esposos, optaba por romper un lazo
que no conservaba ninguno de sus rasgos esenciales. De acuerdo, pues,
con estas ideas, se iba frecuentemente con sus hijos a arrostrar la
miseria, prefiriendo la pobreza y la soledad a una vida que, bajo
condiciones convencionales, hubiera sido una negación completa de sí
misma.
El nihilista llevaba su amor a la sinceridad hasta los detalles más
minuciosos de la vida corriente, descartando las formas convencionales
del lenguaje de sociedad y expresando sus opiniones de un modo claro y
preciso, no desprovisto de cierta determinada afectación de rudeza
externa.
En lrkutsk acostumbrábamos a frecuentar los bailes semanales que se
daban en uno de los casinos. Durante algún tiempo fui concurrente a
estas soirées; pero después, teniendo que trabajar, me vi obligado a
abandonarlas. Una noche, cuando hacía varias semanas que yo no aparecía
por allí, una de las señoras preguntó a un joven amigo mío por qué no
asistía yo a sus reuniones: Ahora sale a caballo cuando quiere hacer
ejercicio, fue la poco atenta contestación que dio aquél. Pero podría
venir y pasar un par de horas con nosotras, aunque no bailase, se
aventuró a decir otra de ellas. A lo que replicó mi amigo nihilista:
¿Qué había de hacer aquí, hablar con vosotras de modas y adornos? Ya
está cansado de tales simplezas. Pero él va a ver algunas veces a
Fulanita, observó tímidamente una de las jóvenes presentes. Si, pero es
una muchacha estudiosa -respondió bruscamente él-, y le ayuda a repasar
el alemán. Debo agregar que esta manera, indudablemente poco cortés, de
conducirse, dio su resultado, porque muchas de las jóvenes de Irkutsk
empezaron a acosarnos a mi hermano, a mi amigo y a mi, con preguntas
respecto de lo que les aconsejaríamos nosotros que leyeran o estudiaran.
Con la misma franqueza hablaba el nihilista a sus relaciones,
diciéndoles que toda su charla compasiva respecto a los pobres, era pura
hipocresía, viviendo ellos, como lo hacían, del mal retribuido trabajo
de esa misma gente cuya suero te aparentaban lamentar, sentados amigable
y cómodamente en sus dorados y lujosos salones. Y con la misma
desenvoltura declaraba al alto funcionario que, endiosado en su pomposo
cargo, la situación del pueblo le importaba un pito, y que él, como
todos los empleados, no era más que un ladrón; y otras verdades de igual
calibre.
Con cierta austeridad, reprendía a la mujer que sólo se ocupaba de
cosas frívolas, haciendo gala de sus distinguidas maneras y elegantes
vestidos, diciendo, sin rodeos, a una joven hermosa: ¿Cómo no os da
vergüenza de hablar tales tonterías y de llevar esa trenza de pelo
postizo? En la mujer deseaba encontrar una compañera, una personalidad
humana -no una muñeca o una esclava de harem-, negándose en absoluto a
tomar parte en esos pequeños actos de cortesía que los hombres tanto
prodigan a las que luego se complacen en considerar como el sexo débil.
Cuando entraba una señora en una habitación, no saltaba el nihilista de
su asiento para ofrecérselo, a menos que no pareciera cansada y no
hubiera otro desocupado, tratándola como lo haría con un compañero de su
mismo sexo; pero si una dama -aun cuando jamás la hubiera conocido-
manifestara deseos de aprender algo que ignoraba y que él sabía, iría
todas las noches de un extremo a otro de la más populosa ciudad para
servirla. El joven que se negaba a moverse para ofrecer una taza de té a
una dama, cedía a menudo a la muchacha que llegaba a Moscú o a
Petersburgo con deseos de estudiar la única lección que tenía y que le
daba el pan cotidiano, diciendo sencillamente: Para un hombre es mucho
más fácil que para una mujer. Mi ofrecimiento no es caballeresco, es
motivado simplemente por un sentido de igualdad.
Dos grandes novelistas rusos, Turguéniev y Goncharov, han intentado presentar este nuevo tipo en sus novelas; pero el segundo, en Precipicio, tomando como tal uno, Mark Volojov, que, aunque verdadero, no se hallaba dentro de la generalidad de la clase, hizo una caricatura del nihilista, en tanto que el primero, demasiado buen artista y lleno de admiración por el carácter que se proponía describir, para incurrir en tal defecto, no logró, sin embargo, dejarnos satisfechos con su nihilista Bazarov. Lo encontramos muy poco cariñoso, en particular en sus relaciones con sus ancianos padres, y sobre todo le reprochamos el aparentar el olvido de sus deberes de ciudadano. La juventud rusa no podía quedar satisfecha con la actitud puramente negativa del héroe de Turguéniev. El nihilismo, con su afirmación de los derechos del individuo y su condenación de toda hipocresía, no era más que un primer paso hacia un tipo más elevado de hombres y mujeres que, siendo igualmente libres, viven para hacer progresar una gran causa. Los nihilistas de Chernishévski, según se representan en su novela, menos ideal que las mencionadas, ¿Qué ha de hacerse? se acercaban más a la verdad.
¡Qué amargo es el pan que amasan los esclavos! -había dicho nuestro poeta Nekrasov; y la nueva generación se negaba ahora a comer ese pan y disfrutar de las riquezas que habían sido acumuladas en las casas de sus padres por medio del trabajo servil, ya fueran los trabajadores verdaderos siervos, o esclavos del presente estado industrial.
Toda Rusia leyó con asombro en la acusación presentada ante el tribunal contra Karakozov y sus amigos, que estos jóvenes, dueños de considerables fortunas, solían vivir tres o cuatro en la misma habitación, no gastando más que diez rublos cada uno al mes para atender a todas las necesidades, y dando al mismo tiempo cuanto poseían para la fundación de sociedades cooperativas, talleres cooperativos también (donde ellos mismos trabajaban) y otras obras análogas. Cinco años después, millares y millares de la juventud rusa -la flor de la misma- seguían ese ejemplo. Su lema era: ¡Vnaród! (Vayamos al pueblo, unámonos a él). Durante los años comprendidos entre el 60 y el 65, en casi todas las casas de las familias ricas se sostenía una lucha encarnizada entre los padres, empeñados en mantener las viejas tradiciones, y los hijos e hijas que defendían su derecho a disponer de su existencia según sus ideales. Los jóvenes abandonaban el servicio militar, las casas de comercio, las tiendas, y afluían a las ciudades universitarias; las muchachas, criadas en el seno de las familias más aristocráticas, corrían sin recursos a San Petersburgo, Moscú y Kiev, ávidas de aprender una profesión que las librara del yugo doméstico, y tal vez algún día también del posible de un esposo, lo que muchas de ellas consiguieron después de duros y asiduos trabajos. Procurando ahora hacer participe al pueblo de los conocimientos que las emanciparon, en lugar de utilizarlos sólo en provecho propio.
En cada población rusa, en cada barrio de San Petersburgo, se formaron pequeños grupos para el mejoramiento y educación mutua; las obras de los filósofos, los trabajos de los economistas, las investigaciones históricas de la nueva escuela de la historia rusa, eran leídas detenidamente en aquellos círculos, siendo seguida la lectura de discusiones interminables. El objeto de todo aquel batallar no era otro que el de resolver el gran problema que se levantaba ante su vista. ¿De qué modo podrían ser útiles a las masas? llegando gradualmente a la conclusión de que el único medio de conseguirlo era vivir entre el pueblo y participar de su suerte. Los jóvenes fueron a los pueblos como médicos, practicantes, maestros y memorialistas, y aun como agricultores, herreros, leñadores y otras ocupaciones similares, procurando vivir allí en estrecho contacto con los campesinos; ellas, después de haberse examinado de maestras, aprendían el oficio de matronas y se iban a centenares a los pueblos, dedicándose por completo a la parte más pobre de sus habitantes.
Estos muchachos y muchachas no llevaban en su mente ningún ideal de reconstrucción social ni pensaban en la revolución; sólo se preocupaban de enseñar a la masa de los campesinos a leer, e instruirla sobre otros particulares, prestarle asistencia médica y ayudarla por todos los medios posibles a salir de su obscuridad y miseria, aprendiendo al mismo tiempo cuáles eran los ideales populares respecto de una vida social mejor.
Al volver de Suiza hallé este movimiento en todo su apogeo.
Dos grandes novelistas rusos, Turguéniev y Goncharov, han intentado presentar este nuevo tipo en sus novelas; pero el segundo, en Precipicio, tomando como tal uno, Mark Volojov, que, aunque verdadero, no se hallaba dentro de la generalidad de la clase, hizo una caricatura del nihilista, en tanto que el primero, demasiado buen artista y lleno de admiración por el carácter que se proponía describir, para incurrir en tal defecto, no logró, sin embargo, dejarnos satisfechos con su nihilista Bazarov. Lo encontramos muy poco cariñoso, en particular en sus relaciones con sus ancianos padres, y sobre todo le reprochamos el aparentar el olvido de sus deberes de ciudadano. La juventud rusa no podía quedar satisfecha con la actitud puramente negativa del héroe de Turguéniev. El nihilismo, con su afirmación de los derechos del individuo y su condenación de toda hipocresía, no era más que un primer paso hacia un tipo más elevado de hombres y mujeres que, siendo igualmente libres, viven para hacer progresar una gran causa. Los nihilistas de Chernishévski, según se representan en su novela, menos ideal que las mencionadas, ¿Qué ha de hacerse? se acercaban más a la verdad.
¡Qué amargo es el pan que amasan los esclavos! -había dicho nuestro poeta Nekrasov; y la nueva generación se negaba ahora a comer ese pan y disfrutar de las riquezas que habían sido acumuladas en las casas de sus padres por medio del trabajo servil, ya fueran los trabajadores verdaderos siervos, o esclavos del presente estado industrial.
Toda Rusia leyó con asombro en la acusación presentada ante el tribunal contra Karakozov y sus amigos, que estos jóvenes, dueños de considerables fortunas, solían vivir tres o cuatro en la misma habitación, no gastando más que diez rublos cada uno al mes para atender a todas las necesidades, y dando al mismo tiempo cuanto poseían para la fundación de sociedades cooperativas, talleres cooperativos también (donde ellos mismos trabajaban) y otras obras análogas. Cinco años después, millares y millares de la juventud rusa -la flor de la misma- seguían ese ejemplo. Su lema era: ¡Vnaród! (Vayamos al pueblo, unámonos a él). Durante los años comprendidos entre el 60 y el 65, en casi todas las casas de las familias ricas se sostenía una lucha encarnizada entre los padres, empeñados en mantener las viejas tradiciones, y los hijos e hijas que defendían su derecho a disponer de su existencia según sus ideales. Los jóvenes abandonaban el servicio militar, las casas de comercio, las tiendas, y afluían a las ciudades universitarias; las muchachas, criadas en el seno de las familias más aristocráticas, corrían sin recursos a San Petersburgo, Moscú y Kiev, ávidas de aprender una profesión que las librara del yugo doméstico, y tal vez algún día también del posible de un esposo, lo que muchas de ellas consiguieron después de duros y asiduos trabajos. Procurando ahora hacer participe al pueblo de los conocimientos que las emanciparon, en lugar de utilizarlos sólo en provecho propio.
En cada población rusa, en cada barrio de San Petersburgo, se formaron pequeños grupos para el mejoramiento y educación mutua; las obras de los filósofos, los trabajos de los economistas, las investigaciones históricas de la nueva escuela de la historia rusa, eran leídas detenidamente en aquellos círculos, siendo seguida la lectura de discusiones interminables. El objeto de todo aquel batallar no era otro que el de resolver el gran problema que se levantaba ante su vista. ¿De qué modo podrían ser útiles a las masas? llegando gradualmente a la conclusión de que el único medio de conseguirlo era vivir entre el pueblo y participar de su suerte. Los jóvenes fueron a los pueblos como médicos, practicantes, maestros y memorialistas, y aun como agricultores, herreros, leñadores y otras ocupaciones similares, procurando vivir allí en estrecho contacto con los campesinos; ellas, después de haberse examinado de maestras, aprendían el oficio de matronas y se iban a centenares a los pueblos, dedicándose por completo a la parte más pobre de sus habitantes.
Estos muchachos y muchachas no llevaban en su mente ningún ideal de reconstrucción social ni pensaban en la revolución; sólo se preocupaban de enseñar a la masa de los campesinos a leer, e instruirla sobre otros particulares, prestarle asistencia médica y ayudarla por todos los medios posibles a salir de su obscuridad y miseria, aprendiendo al mismo tiempo cuáles eran los ideales populares respecto de una vida social mejor.
Al volver de Suiza hallé este movimiento en todo su apogeo.
Fragmento del libro Memorias de un revolucionario - Piotr Kropotkin
Fuente Reflexiones para la revuelta
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