El siguiente texto fue escrito en
pleno auge de la burbuja inmobiliaria en el Estado español, por lo mismo, ciertas descripciones relacionadas con el empleo presentan hoy, año 2013, otras características consecuencia de la 'crisis' del capitalismo que afecta con especial virulencia a dicha región, aun así, la crítica de Miguel Amorós sigue vigente en lo medular, y doblemente interesante para comprender el desarrollo urbano de Santiago de Chile, 'nuestra querida capital' y las falacias de la izquierda institucional y de la clase dominante en general.
Hay un construir que es muchísimo más vandálico que un destruir. Esa es la impresión inevitable que cualquiera puede sacar, por ejemplo, de un paseo por la costa mediterránea, especialmente la valenciana. Por doquier contemplaremos grúas, edificios y autovías, tras los que adivinamos la obra de innumerables alcaldes, banqueros y constructores, invadiendo el territorio, destrozando el paisaje, malbaratando recursos, acumulando basuras, contaminando el ambiente, poniendo en peligro la seguridad y la salud de los habitantes, arruinando los lugares uno tras otro en una loca carrera por la urbanización total. Desde luego, las fuerzas constructivas son fuerzas destructivas. La oposición campo-ciudad ha sido superada con la abolición completa de uno de los términos: las hortalizas se han cambiado por ladrillos. Decir que el hormigón y el asfalto son el rasgo característico de la nueva civilización es poco: son lisa y llanamente la nueva civilización. Eso, yendo a la raíz de la cuestión, significa que la vida de todos se halla en manos de tecnócratas y promotores, oscilando entre automóviles e inmobiliarias. ¿Cómo hemos ido a parar aquí?
Indudablemente, la expansión urbana descontrolada arranca de la fase
desarrollista ligada al proceso industrializador tutelado por el
franquismo. Esa fase termina con fenómenos aparentemente contradictorios
como el derrumbe industrial, el “boom” de las segundas residencias y
los pelotazos financieros, lo que revela la recaída de la crisis
económica sobre los trabajadores sin afectar apenas a las clases medias y
menos aún a la burguesía. Eso explica en parte que las luchas de
resistencia a la crisis de los años ochenta fueran contenidas y
canalizadas sin alterar la estabilidad del sistema, y que el movimiento
obrero, con la dirección secuestrada por una burocracia sindical y
política institucionalizada, compuesta por enemigos de clase, se
disolviera sin pena ni gloria. Los nuevos dirigentes políticos, en cuyas
manos recaía la regulación del crecimiento urbano, se dieron cuenta de
las grandes posibilidades económicas de la urbanización, y lejos de
impedir su progreso, se dedicaron a fomentarlo con toda la mejor
voluntad. La financiación espuria de los partidos o las fortunas
personales de los intermediarios fueron sólo el principio. Políticos y
empresarios eran conscientes de que la ciudad era una máquina de
acumulación de capital y poder, y que la función del urbanismo no era
otra que la de engrasarla. La fórmula consistía en una colaboración más
profunda entre los ayuntamientos y los empresarios, aplicada por primera
vez en las remodelaciones de los años cincuenta de ciudades como
Pittsburgh, Filadelfia o Boston. Una elite compuesta por una coalición
de políticos tecnocráticos, promotores y constructores se adueñó de las
ciudades, tomando el relevo de la elite anterior, y, gracias a una sabia
combinación de dinero público y privado, las convirtió en herramientas
para ganar dinero a espuertas. La ciudad, a los ojos de los ediles
democráticos y las Cámaras de Comercio, no era sino un inmenso mercado
de suelo edificable.
El modelo valenciano que desde 1994 conforma una Ley Reguladora de la Actividad Urbanística es particularmente ilustrativo de la simbiosis entre política y empresa. Este sistema supera en audacia al modelo mixto barcelonés, pues mediante la figura del “agente urbanizador”, es decir, del promotor, el ayuntamiento, previo trámite, cede el proceso urbanizador a la iniciativa privada. Y de esta manera, o sea, colocando por ley al urbanismo en manos de los empresarios, se suprimen olímpicamente las ingerencias empresariales en las políticas urbanísticas locales. Lo público puede se gestionado por lo privado, o lo que es lo mismo, no queda nada que sea realmente público.
El modelo valenciano que desde 1994 conforma una Ley Reguladora de la Actividad Urbanística es particularmente ilustrativo de la simbiosis entre política y empresa. Este sistema supera en audacia al modelo mixto barcelonés, pues mediante la figura del “agente urbanizador”, es decir, del promotor, el ayuntamiento, previo trámite, cede el proceso urbanizador a la iniciativa privada. Y de esta manera, o sea, colocando por ley al urbanismo en manos de los empresarios, se suprimen olímpicamente las ingerencias empresariales en las políticas urbanísticas locales. Lo público puede se gestionado por lo privado, o lo que es lo mismo, no queda nada que sea realmente público.
El paso de una economía nacional estructurada a través de un sistema
bancario cerrado a una economía globalizada encontró un marco ideal: una
nueva clase dirigente muy receptiva a las directrices del mercado
mundial y una casi nula conflictividad social. Se iniciaron entonces
mediante leyes apropiadas, los procesos que acompañaban a la
mundialización: colonización tecnológica de cualquier tipo de
actividades, precarización del mercado laboral, planificación urbana
expansiva, especulación inmobiliaria, deslocalización de industrias,
industrialización de la agricultura, construcción de grandes
infraestructuras de transporte, motorización general de la población,
constitución de un mercado internacional del agua y de la energía, etc.
Las ciudades en poder de los nuevos dirigentes se terciarizan y se
convierten en centros de ocio y consumo, suministradoras de servicios.
Las grandes tratan de situarse en las redes de poder internacionales y
las pequeñas intentan convertirse en sus satélites. Por su parte, los
servicios generan multitud de trabajos malpagados y efímeros, con lo que
la joven población trabajadora es obligada a vivir en zonas alejadas,
donde los alquileres o los precios de los pisos son más asequibles. El
centro se vacía y museifica, llenándose de áreas comerciales, oficinas y
hoteles. La ciudad se orienta hacia el turismo y los negocios (Valencia
tuvo cerca del millón de visitantes en 2001), mientras que la periferia
se rellena y se expande, vertical y horizontalmente. A pesar de la
apertura de nuevas líneas públicas de transporte, el vehículo privado es
la principal conexión. La urbanización avanza como una mancha de aceite
consumiendo territorio. Todos los estilos de vida ligados a una
ocupación no capitalista del territorio desaparecen o están a punto de
desaparecer.
Asistimos a una reordenación del territorio a través de corredores o
ejes que unen las áreas metropolitanas, donde se concentra la actividad
financiera internacional y se ubican los tecnopolos. Nuevas regiones son
definidas en base al potencial económico de sus metrópolis y la
abundancia de infraestructuras y servicios, como por ejemplo, la
Eurorregión del Arco Mediterráneo, que abarca Aragón, el País Valencià,
Cataluña, las Baleares y el sur de Francia. Las nuevas batallas
políticas tienen como trasfondo los vuelos transoceánicos, las
ampliaciones de puertos o el TAV, más que las diferencias aducidas entre
“modelos de gestión”. Se trata pues, de una zonificación de nuevo tipo,
de una división del trabajo a nivel mundial, facilitada por las
telecomunicaciones y las grandes autopistas. Dentro del mercado global,
potentes áreas económicas intentan constituirse y adquirir una posición
privilegiada, bien sea como mercado de servicios financieros, o bien
como cantera de mano de obra dócil y numerosa. Unas —las que acaban de
llegar— siguen basando su poder en el producto industrial, mientras que
las pujantes lo hacen en los procesos (transacciones financieras,
promoción publicitaria, venta por teléfono, asesoría, márketing,
elaboración de proyectos, diseño, etc.). La urbanización total del
territorio, o lo que es lo mismo, su destrucción planificada, es la
consecuencia más directa de la nueva etapa capitalista. El modo de vida
urbano, sin raíces, consumista y depredador, es ya el único posible.
Desde los años sesenta, momento en que aparecieron el negocio
turístico y la demanda de segundas residencias anulando el comercio y
las industrias locales, el desplazamiento de la población a la costa ha
experimentado una fuerte aceleración. En 2001 el 60% de la población
vivía en el litoral, que suponía sólo el 30% del territorio del Estado.
Este fenómeno de relocalización poblacional lleva el nombre de
“litoralización”. Como consecuencia, los municipios costeros se han
colmatado, creándose un continuum urbano a lo largo de la costa que
ahora crece hacia el interior, arrasando los espacios naturales de la
segunda línea como antes hiciera con los de la primera. En los últimos
diez años, el suelo urbanizado ha crecido un 60% en el País Valencià (un
77% en la provincia de Alicante), aunque no en todas partes por igual:
la mitad del crecimiento corresponde a 30 de los 542 municipios
valencianos (los costeros). La sobreexplotación de la franja marítima ha
agotado el espacio y ha producido por todas partes un paisaje banal y
monocorde, al que los proyectos de “calidad” no hacen sino añadir una
sobrecarga de vulgaridad en forma de campos de golf, puertos deportivos y
complejos residenciales de “lujo” estándar. Además, la costa
mediterránea y las islas no sólo son un lugar de ocio veraniego, sino
que se han convertido en la segunda residencia de muchos europeos,
generándose una fuerte demanda de casas para extranjeros y doblándose
las inversiones de fuera en el sector inmobiliario (de 3000 a 6040
millones de euros entre 1999 y 2002).
El fenómeno, sin embargo, no basta para explicar por si sólo la enorme actividad constructora de los últimos diez años. El precio del metro cuadrado se duplicó entre 1997 y 2001. Resulta que comprar vivienda se ha vuelto una forma de inversión más rentable que la Bolsa y una salida segura al dinero negro, con lo que muchas casas se compran no para habitar, sino para especular y “lavar”. Los bancos hacen su agosto: el mercado español de renta fija es el segundo de Europa en cédulas hipotecarias y bonos de titulación, activos que los bancos utilizan para financiar la compra de pisos. Además esos activos representan el 56% de todas las emisiones lanzadas en España. La vivienda es espacio privado y el espacio, una forma de capital. Entre 1971 y 2001 el número de pisos en España ha doblado, llegando a los 21 millones. Cada año se construyen más de medio millón, y en el 2003 fueron más de 650.000, lo que equivale a la construcción de Alemania y Francia para el mismo año. No obstante, aparte de los especuladores, solamente los compran las familias con capacidad de endeudamiento, es decir, las clases medias. La oferta de vivienda protegida es prácticamente nula y el precio ha crecido 35 veces más que el salario neto entre 1995 y 2003. Así pues, el 58% de las personas entre 25 y 30 años, y el 25% de las personas entre 30 y 34 años, todavía no se han emancipado y viven en casa de sus padres, mientras que en España hay tres millones de viviendas vacías (solamente en la isla de Mallorca hay 90.000; en el País Valencià el 20% de las viviendas están desocupadas).
El fenómeno, sin embargo, no basta para explicar por si sólo la enorme actividad constructora de los últimos diez años. El precio del metro cuadrado se duplicó entre 1997 y 2001. Resulta que comprar vivienda se ha vuelto una forma de inversión más rentable que la Bolsa y una salida segura al dinero negro, con lo que muchas casas se compran no para habitar, sino para especular y “lavar”. Los bancos hacen su agosto: el mercado español de renta fija es el segundo de Europa en cédulas hipotecarias y bonos de titulación, activos que los bancos utilizan para financiar la compra de pisos. Además esos activos representan el 56% de todas las emisiones lanzadas en España. La vivienda es espacio privado y el espacio, una forma de capital. Entre 1971 y 2001 el número de pisos en España ha doblado, llegando a los 21 millones. Cada año se construyen más de medio millón, y en el 2003 fueron más de 650.000, lo que equivale a la construcción de Alemania y Francia para el mismo año. No obstante, aparte de los especuladores, solamente los compran las familias con capacidad de endeudamiento, es decir, las clases medias. La oferta de vivienda protegida es prácticamente nula y el precio ha crecido 35 veces más que el salario neto entre 1995 y 2003. Así pues, el 58% de las personas entre 25 y 30 años, y el 25% de las personas entre 30 y 34 años, todavía no se han emancipado y viven en casa de sus padres, mientras que en España hay tres millones de viviendas vacías (solamente en la isla de Mallorca hay 90.000; en el País Valencià el 20% de las viviendas están desocupadas).
La urbanización galopante representa el otro lado de la desaparición
del mundo rural, integrado en la naturaleza y viviendo de la
comercialización de sus excedentes. La masa forestal de los bosques —que
ya no se trabajan— se ha compactado, multiplicando el peligro de
incendios, los acuíferos se han salinizado o agotado por
sobreexplotación, los pantanos han secado los ríos, los hábitats
litorales y las montañas han sido destruidas por carreteras y
urbanizaciones, y con ellas los caminos, las acequias, las balsas, los
marjales y las fuentes. El paisaje está salpicado de grúas y líneas
eléctricas. Ya no quedan actividades tradicionales ligadas a formas de
vida no urbana, pero en cambio, abundan los vertederos y los
automóviles. Hoy la agricultura es un subsector de la industria
agroalimentaria, no dependiendo para nada de los usos del suelo ni de la
gente del lugar; la producción agrícola sólo depende de la maquinaria y
de los abonos, siendo, como cualquier producción industrial, gran
consumidora de agua y energía y gran engendradora de residuos
contaminantes. La actividad agraria se concentra en lugares concretos,
para la explotación a gran escala, abandonándose la mayoría del
territorio rural al turismo y a la segunda residencia. Un ejemplo; en
los últimos 13 años la superficie dedicada a hortalizas ha disminuido el
60% en el País Valencià, pero no por ello los pueblos rurales han
perdido población, sino que sus habitantes son más numerosos; sólo que
ahora se dedican a la construcción y al equipamiento. El precio de la
naranja lleva años estabilizado, sucumbiendo los labradores a las
tentadoras ofertas de los compradores de terrenos, vueltos de la noche a
la mañana urbanizables por los promotores y los concejales. A veces,
como ocurre en la ciudad de Alicante, el alcalde es también un promotor.
Las coronas agrícolas de las ciudades hace tiempo que sucumbieron y a
cada paso conspiran las hormigoneras, creándose esa clase de riqueza que
engrasa la cuenta de unos centenares de miserables y degrada la vida de
cuantos se ven forzados a disfrutarla.
Si recordamos que el litoral valenciano ha sido siempre deficitario
en agua, concluiremos que el agua es un serio obstáculo para el
crecimiento urbano costero. Los intereses turísticos e inmobiliarios
necesitan agua con que regar los campos de golf y las zonas ajardinadas
de las urbanizaciones, agua para llenar las piscinas y las cisternas,
agua corriente para los miles de pisos que se construyen. No hay
especulación urbanística sin agua, por eso el Plan Hidrológico Nacional,
sea el de los trasvases o el de las desaladoras, es vital para el
desarrollo ilimitado de la construcción. La solución más acorde con los
tiempos es la de la constitución de un mercado del agua. El agua es un
bien escaso y por eso tiene todo lo necesario para ser una mercancía. La
alternativa al mercado del agua no puede ser una “nueva cultura del
agua” porque el aprovechamiento racional del agua es incompatible con la
urbanización ilimitada del territorio. Se nos dirá que la nueva cultura
del agua ha de ir acompañada de una “nueva política del suelo” o de una
“cultura pública del suelo”, o incluso de la “regulación del sector de
la construcción” (como propone con cierta timidez la Assemblea d’Okupes
de Barcelona), etc. La retórica de la nueva cultura vale para todo: lo
mismo se aplicará a la energía como al transporte, igual a las basuras
que al ocio. Eso no es más que un eslógan para reivindicar una mayor
presencia de las plataformas ciudadanas o las asociaciones de vecinos en
la administración y un mayor control estatal y autonómico de los
procesos urbanizadores. Pura cháchara ciudadanista empleada para
enmascarar las verdaderas soluciones. El fallo de toda esa política
consiste en no reconocer que la urbanización destructiva es la forma
lógica con que el capital modela el planeta. La sociedad urbanizada es
la sociedad capitalista moderna y no puede haber otra. Si se quiere
liberar el territorio, sus habitantes habrán de librarlo del
capitalismo. Cualquier política que respete al capital, que admita el
mercado, se encamina hacia la gestión más o menos pausada de la
destrucción territorial, no a ponerle fin.
La resistencia a la degradación urbanizadora ha de levantar miras y
apuntar lejos. No solo ha de elaborar estrategias que paralicen el
mercado, sino que ha de alumbrar modos de vida opuestos al modelo
urbano. Se ha de fomentar la descentralización, el autoabastecimiento,
la autonomía y, por encima de todo, el ágora, la asamblea. Medidas como
por ejemplo, las ocupaciones, los huertos urbanos, los mercadillos de
trueque, la vuelta al campo, etc., están bien para empezar, en tanto que
expulsan al capital de espacios usurpados y actividades colonizadas;
mejores son la municipalización, es decir, la propiedad pública del
territorio gestionado en asamblea o la supresión del transporte privado,
aunque a nadie escapan las enormes dificultades que tendrá su
implantación. Sin embargo, las soluciones “verdes”, “sostenibles” o
neoculturales son mucho menos realistas. Por ese camino seguro que no se
va a conseguir nada; a lo sumo, un sindicalismo del hábitat practicado
por una burocracia ambientalista institucionalizada encargada de
administrar el territorio fijando las tasas de degradación permisibles.
La libertad no puede fructificar ni en el territorio urbano
“sostenibilizado” ni en el paisaje protegido, porque ambos únicamente
ofrecen espacio esclavo. Un paliativo, y, al cabo de cierto tiempo, de
vuelta al principio. Por otra parte, hablar de equilibrio territorial, o
de territorio liberado, no tiene sentido sino bajo la perspectiva de la
desurbanización. Quien ha de hablar primero ha de ser la piqueta. El
territorio no recuperará su equilibrio ni la humanidad su sensatez hasta
que el último capitalista sea enterrado en las ruinas de la última
aglomeración urbana. La reapropiación del espacio para un modo de vida
libre y comunitario ha de nacer inmersos en una gran operación de
desmantelamiento, o no nacerá.
Miguel Amorós
Reelaboración de la conferencia-coloquio del 7 de abril de 2004 en el centro social La Mistelera de Dènia (Alacant).
Texto extraído de ekintza
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