domingo, 13 de mayo de 2012

El patriotismo
 Mijaíl Bakunin


CAPÍTULO IV

Uno de los más grandes servicios prestados por el utilitarismo burgués, ya he dicho que fue matar la religión del Estado, el patriotismo.
 
El patriotismo ya se sabe que es una virtud antigua nacida en las repúblicas griegas y romanas,donde no hubo jamás otra religión real que la del Estado, ni otro objeto de culto que el Estado.
 
¿Qué es el Estado? Es, nos contestan los metafísicos y los doctores en derecho, la cosa pública, los intereses, el bien colectivo y el derecho de todo el mundo, opuestos a la accióndisolvente de los intereses y de las pasiones egoístas de cada uno. 

Es la justicia y la realización de la moral y de la virtud sobre la Tierra.
 
Por consecuencia, no hay acto más sublime ni más grande deber para los individuos que sacrificarse, que entregarse, y en caso de necesidad, morir por el triunfo, por la potencia del Estado.
 
He ahí en pocas palabras toda la teología del Estado. Veamos ahora si esa teología política, lo mismo que la teología religiosa, oculta bajo muy bellas y muy poéticas apariencias, realidades muy comunes y muy sucias.
 
Analicemos primeramente la idea misma del Estado, tal como nos la representan sus propugnadores. Es el sacrificio de la libertad natural y de los intereses de cada uno, de los individuos tanto como de las unidades colectivas, comparativamente pequeñas: asociaciones, comunas y provincias, a los intereses y a la libertad de todo el mundo, a la prosperidad del gran conjunto. Pero ese todo el mundo, ese gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es la aglomeración de todos los individuos y de todas las colectividades humanas más restringidas que lo componen. Pero desde el momento que para componerlo y para coordinarse en él, todos los intereses individuales y locales deben ser sacrificados, el todo que supuestamente les representa, ¿qué es en efecto? No es el conjunto viviente, que deja respirar a cada uno a sus anchas y se vuelve tanto más fecundo, más poderoso y más libre cuanto más plenamente se desarrollan en su seno la plena libertad y la prosperidad de cada uno; no es la sociedad humana natural, que confirma y aumenta la vida de cada uno por la vida de todos; es, al contrario, la inmolación de cada individuo como de todas las asociaciones locales, la abstracción destructiva de la sociedad viviente, la limitación, o por decir mejor, la completa negación de la vida y del derecho de todas las partes que componen ese todo el mundo, por el llamado bien de todo el mundo; es el Estado, es el altar de la religión política sobre el cual siempre es inmolada la sociedad natural: una universalidad devoradora, que vive de sacrificios humanos como la Iglesia. El Estado, lo repito, es el hermano menor de la Iglesia.
 
Para probar este identidad de la Iglesia y del Estado, ruego al lector que verifique este hecho: que la una y el otro están fundados esencialmente en la idea del sacrificio de la vida y del derecho natural, y que parten igualmente del mismo principio: el de la maldad natural de los hombres, que no puede ser vencida, según la Iglesia, más que por la gracia divina y por la muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, por la ley, y por la inmolación del individuo ante el altar del Estado. La una y el otro tienden a transformar al hombre, la una en un santo, el otro en un ciudadano. Pero el hombre natural debe morir, porque su condena es unánimemente pronunciada por la religión de la Iglesia y por la del Estado.
 
Tal es su pureza ideal: la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura abstracción; pero toda abstracción histórica supone hechos históricos. Estos hechos, como lo he dicho ya en mi artículo precedente, son de una naturaleza enteramente real, enteramente brutal: es la violencia, el despojo, el sometimiento, la conquista. El hombre está formado de tal manera que no se contenta con hacer, tiene además necesidad de explicarse y de legitimar, ante su propia conciencia y a los ojos de todo el mundo, lo que ha hecho.
 
La religión llega a punto para bendecir los hechos consumados y, gracias a esta bendición, el hecho inicuo y brutal se transforma en derecho. La ciencia jurídica y el derecho político, como se sabe, han nacido de la teología y más tarde de la metafísica, que no es otra cosa que una teología disfrazada que tiene la ridícula pretensión de no querer ser absurda y se esfuerza vanamente en darse el carácter de ciencia.
 
Veamos ahora esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción histórica que se llama Iglesia, qué papel juega y continúa jugando en la vida real y en la sociedad humana. He dicho que el Estado, por su mismo principio, es un inmenso cementerio; donde vienen a sacrificarse, a morir y a enterrarse todas las manifestaciones de la vida individual y local, todos los intereses de las partes cuyo conjunto constituye precisamente la sociedad; es el altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se inmolan a la grandeza política, y cuanto más completa es esa inmolación, más perfecto es el Estado. He deducido y estoy convencido de que el Imperio de Rusia es el Estado por excelencia, el Estado sin retórica ni frases, el más perfecto de Europa.
 
Por el contrario, todos los Estados en los cuales los pueblos puedan aún respirar, son, desde el punto de vista del ideal, Estados incompletos, como todas las Iglesias, en comparación de la Iglesia Católica Romana son Iglesias incompletas.

El Estado es una abstracción devoradora de la vida popular; mas para que una abstracción pueda nacer, desarrollarse y continuar, es preciso que haya un cuerpo colectivo real que esté interesado en su existencia. Esto no puede serlo la masa popular, porque es precisamente la víctima. El cuerpo sacerdotal del Estado debe ser un cuerpo privilegiado, porque los que gobiernan el Estado son como los sacerdotes de la religión en la Iglesia.


En efecto, ¿qué vemos en la Historia? Que el Estado ha sido siempre el patrimonio de una clase privilegiada, como la clase sacerdotal, la clase nobiliaria, la clase burguesa; clase burocrática, al fin, porque cuando todas las clases se han aniquilado, el Estado cae o se eleva como una máquina; pero para el bien del Estado es preciso que haya una clase privilegiada cualquiera que se interese por su existencia, y es, precisamente, el interés solidario de esta clase privilegiada, lo que se llama patriotismo.
 
(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 28 de abril de 1869).
 
CAPÍTULO V
 
El patriotismo, en el sentido complejo que se atribuye ordinariamente a esta palabra, ¿ha sido una pasión y una virtud popular?
 
Con la Historia en la mano no dudo en responder a esta pregunta con un no decisivo, y para probar al lector que no me equivoco al contestar así, le pido permiso para analizar los principales elementos que, combinados, de una manera más o menos diferente, constituyen lo que se llama patriotismo.
 
Estos elementos son cuatro:
 
1º. el elemento natural o fisiológico;
2º. el elemento económico;
3º. el elemento político y;
4º. el elemento religioso o fanático.
 
El elemento fisiológico es el fondo principal de todo patriotismo, sencillo, instintivo y brutal. Es una pasión natural que, precisamente por ser muy natural, está en contradicción con toda política, y lo que es peor, dificulta el desarrollo económico, científico y humano de la sociedad.
 
El patriotismo natural es un hecho puramente bestial que se encuentre en todos los grados de la vida animal y hasta cierto punto en la vida vegetal; el patriotismo, tomado en este sentido, es una guerra de destrucción; es la primera expresión humana de ese grande y fatal combate por la existencia que constituye todo el desarrollo, toda la vida del mundo natural o real; combate incesante, devorador, universal, que nutre a cada individuo y a cada especie con la carne y la sangre de los individuos extranjeros, que, renovándose fatalmente a cada instante, hace vivir y prosperar y desarrollarse las especies más completas, más inteligentes y más fuertes a expensas de las demás.
 
Los que se ocupan de agricultura o de jardinería, saben lo que les cuesta preservar sus plantas de la invasión de esos grandes parásitos, que les disputan la luz y los elementos químicos de la tierra, indispensables a su nutrición; la planta más poderosa, la que se adapta mejor a las condiciones particulares del clima y del suelo, como se desarrolla siempre con un vigor relativamente grande, tiende a matar a las otras; es una lucha silenciosa, pero sin tregua, y precisa toda la enérgica intervención del hombre para proteger contra esta invasión a las plantas que prefiere.


En el mundo animal, se reproduce la misma lucha, pero más ruidosa y dramáticamente; no es la lucha silenciosa y sin ruido; la sangre corre, y el animal destrozado, devorado y torturado, llena el aire con sus gemidos. Por fin, el hombre, animal parlante, introduce la primera frase en esta lucha, y esa frase se llama el patriotismo.
 
El combate de la vida en el mundo animal y vegetal, no es sólo una lucha individual, es una lucha de especies, de grupos y de familias, unas contra otras. En cada ser viviente hay dos instintos, dos grandes intereses principales: el del alimento y el de la reproducción. Bajo el punto de vista de la nutrición, cada individuo es el enemigo natural de todos los otros sin consideración de lazos de familia, de grupos, ni de especies. El proverbio de que los lobos unos a otros no se muerden, no es verdad sino mientras los lobos encuentran otros animales diferentes para saciar su apetito, pero cuando éstos faltan, se devoran tranquilamente entre sí.
 
Los gatos y las truchas y muchos otros animales, se comen con frecuencia a sus propios hijos, y no hay animal que no lo haga siempre que se encuentre acosado por el hambre.
 
Las sociedades humanas, ¿no han empezado por la antropofagia? ¿Quién no ha oído esas lamentables historias de náufragos que, perdidos en el Océano sobre una débil embarcación y acosados por el hambre, han echado suertes sobre quién había de ser devorado por los otros?
 
Y durante esa terrible hambre que acaba de diezmar a Argel, ¿no hemos visto madres devorar a sus propios hijos?
 
Es que el hambre es un rudo e invencible déspota, y la necesidad de nutrirse, necesidad individual, es la primera ley y condición suprema de la vida; es la base de toda vida humana y social, como lo es también de la vida animal y vegetal. Rebelarse contra ésta, es aniquilar todo lo demás, es condenarse a la nada.
 
Pero al lado de esta ley fundamental de la naturaleza viviente hay otra también muy esencial: la de la reproducción. La primera tiende a la conservación de los individuos, la segunda a la constitución de las familias.
 
Los individuos, para reproducirse, impulsados por una necesidad natural, buscan para unirse los individuos que por su organización se les parecen más. Hay diferencias de organización que hacen la unión estéril y a veces imposible. Esta imposibilidad es evidente entre el mundo vegetal y el mundo animal; pero en este último, la unión de los cuadrúpedos, por ejemplo, con los pájaros y los peces, los reptiles o los insectos, es igualmente imposible. Si nos limitamos a los cuadrúpedos, encontraremos la misma imposibilidad entre dos grupos diferentes y llegamos a la conclusión de que la capacidad de la unión y el poder de la reproducción no es real para cada individuo sino en una esfera muy limitada de individuos que están dotados de una organización idéntica o aproximada a la suya, constituyendo con él el mismo grupo o la misma familia.
 
El instinto de reproducción establece el único lazo de solidaridad que puede existir entre los individuos del mundo animal, y en donde cesa la capacidad de unión, cesa también la solidaridad animal. Todo lo que queda fuera de esa posibilidad de reproducción para los individuos, constituye una especie diferente, un mundo absolutamente extraño, hostil y condenado a la destrucción; todo lo que aquí se encierra constituye la gran patria de la especie; como, por ejemplo, la humanidad para los hombres.
 

Pero esa destrucción mutua de los individuos vivientes no se encuentra sólo en los lindes de ese mundo limitado que llamamos la gran patria; los encontramos tan feroces y algunas veces más en medio de ese mundo, a causa de la resistencia y de la competencia que encuentran, porque las luchas crueles del amor se mezclan con las del hambre.


 
Además, cada especie de animales se subdivide en grupos y en familias diferentes bajo la influencia de las condiciones geográficas y climatológicas de los diferentes países que habita; la diferencia más o menos grande de las condiciones de vida, determina una diferencia correspondiente en la organización de los individuos que pertenecen a la misma especie.
 
Ya se sabe que todo animal busca naturalmente la unión con el ser que más se le parezca, de donde resulta el desarrollo de una gran cantidad de variedades dentro de la misma especie; y como las diferencias que separan todas estas variaciones se fundan principalmente en la reproducción, y la reproducción es la única base de toda solidaridad animal, es evidente que la gran solidaridad de la especie debe subdividirse en otras tantas solidaridades más limitadas, o que la gran patria debe dividirse en una multitud de pequeñas patrias animales, hostiles y destructoras las unas de las otras.

(Del periódico ginebrino Le Progrès, del 25 de mayo de 1869).


Capitulos extraídos de “El patriotismo y la comuna de París y la noción de Estado” de Mijail Bakunin Libro completo aquí http://www.kclibertaria.comyr.com/lpdf/l038.pdf


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