domingo, 26 de junio de 2016

La renovación de la escuela - Francisco Ferrer i Guardia

Dos medios de acción se ofrecen a los que quieren renovar la educación de la infancia: trabajar para la transformación de la escuela por el estudio del niño, a fin de probar científicamente que la organización actual de la enseñanza es defectuosa y adoptar mejoras progresivas; o fundar escuelas nuevas en que se apliquen directamente principios encaminados al ideal que se forman de la sociedad y de los hombres los que reprueban los convencionalismos, las crueldades, los artificios y las mentiras que sirven de base a la sociedad moderna. El primer medio presenta grandes ventajas, responde a una concepción evolutiva que defenderán todos los hombres de ciencia y que, según ellos, es la única capaz de lograr el fin. En teoría tienen razón y así estamos dispuestos a reconocerlo.

Es evidente que las demostraciones de la psicología y de la fisiología deben producir importantes cambios en los métodos de educación; que los profesores, en perfectas condiciones para comprender al niño, podrán y sabrán conformar su enseñanza con las leyes naturales. Hasta concedo que esta evolución se realizará en el sentido de la libertad, porque estoy convencido de que la violencia es la razón de la ignorancia, y que el educador verdaderamente digno de ese nombre obtendrá todo de la espontaneidad, porque conocerá los deseos del niño y sabrá secundar su desarrollo únicamente dándole la más amplia satisfacción posible.

Pero en la realidad, no creo que los que luchan por la emancipación humana puedan esperar mucho de ese medio. Los gobiernos se han cuidado siempre de dirigir la educación del pueblo, y saben mejor que nadie que su poder está totalmente basado en la escuela y por eso la monopolizan cada vez con mayor empeño. Pasó el tiempo en que los gobiernos se oponían a la difusión de la instrucción y procuraban restringir la educación de las masas. Esa táctica les era antes posible porque la vida económica de las naciones permitía la ignorancia popular, esa ignorancia que facilitaba la dominación. Pero las circunstancias han cambiado: los progresos de la ciencia y los multiplicados descubrimientos han revolucionado las condiciones del trabajo y de la producción; ya no es posible que el pueblo permanezca ignorante; se le necesita instruido para que la situación económica de un país se conserve y progrese contra la concurrencia universal. 


Así reconocido, los gobiernos han querido una organización cada vez más completa de la escuela, no porque esperen por la educación la renovación de la sociedad, sino porque necesitan individuos, obreros, instrumentos de trabajo más perfeccionados para que fructifiquen las empresas industriales y los capitales a ellas dedicados. Y se ha visto a los gobiernos más reaccionarios seguir ese movimiento; han comprendido que la táctica antigua era peligrosa para la vida económica de las naciones y que había que adaptar la educación popular a las nuevas necesidades. Grave error sería creer que los directores no hayan previsto los peligros que para ellos trae consigo el desarrollo intelectual de los pueblos, y que, por tanto, necesitaban cambiar de medios de dominación; y, en efecto, sus métodos se han adaptado a las nuevas condiciones de vida, trabajando para recabar la dirección de las ideas en evolución. Esforzándose por conservar las creencias sobre las que antes se basaba la disciplina social, han tratado de dar a las concepciones resultantes del esfuerzo científico una significación que no pudiera perjudicar a las instituciones establecidas, y he ahí lo que les han inducido a apoderarse de la escuela. Los gobernantes, que antes dejaban a los curas el cuidado de la educación del pueblo, porque su enseñanza, al servicio de la autoridad, les era entonces útil, han tomado en todos los países la dirección de la organización escolar.

El peligro, para ellos, consistía en la excitación de la inteligencia humana ante el nuevo espectáculo de la vida, en que en el fondo de las conciencias surgiera una voluntad de emancipación. Locura hubiera sido luchar contra las fuerzas en evolución; era preciso encauzarlas, y para ello, lejos de obstinarse en antiguos procedimientos gubernamentales, adoptaron otros nuevos de evidente eficacia. No se necesitaba un genio extraordinario para hallar esta solución; el simple curso de los hechos llevó a los hombres del poder a comprender lo que había que oponer a los peligros presentados: fundaron escuelas, trabajaron por esparcir la instrucción a manos llenas y, si en un principio hubo entre ellos quienes resistieron a este impulso, -porque determinadas tendencias favorecían a algunos de los partidos políticos antagónicos -todos comprendieron pronto que era preferible ceder y que la mejor táctica consistía en asegurar por nuevos medios la defensa de los intereses y de los principios. Viéronse, pues, producirse luchas terribles por la conquista de la escuela; en todos los países se continúan esas luchas con encarnizamiento; aquí triunfa la sociedad burguesa y republicana, allá vence el clericalismo. Todos los partidos conocen la importancia del objetivo y no retroceden ante ningún sacrificio para asegurar la victoria. Su grito común es: ¡Por y para la escuela! y el buen pueblo debe estar reconocido a tanta solicitud. Todo el mundo quiere su elevación por la instrucción, y su felicidad por añadidura. 

En otro tiempo podían decirle algunos: Esos tratan de conservarte en la ignorancia para mejor explotarte; nosotros te queremos instruido y libre. Al presente eso ya no es posible: por todas partes se construyen escuelas, bajo toda clase de títulos.

En ese cambio tan unánime de ideas, operado entre los directores respecto de la escuela, hallo los motivos para desconfiar de su buena voluntad, y la explicación de los hechos que ocasionan mis dudas sobre la eficacia de los medios de renovación que intentan practicar ciertos reformadores. Por lo demás, esos reformadores se cuidan poco, en general, de la significación social de la educación; son hombres que buscan con ardor la verdad científica, pero que apartan de sus trabajos cuanto es extraño al objeto de sus estudios. Trabajan pacientemente por conocer al niño y llegarán a decirnos -todavía es joven su ciencia- qué métodos de educación son más convenientes para su desarrollo integral.

Pero esta indiferencia en cierto modo profesional, en mi concepto, es perjudicialísima a la causa que piensan servir.

No les considero en manera alguna inconscientes de las realidades del medio social, y sé que esperan de su labor los mejores resultados para el bien general. Trabajando para revelar los secretos de la vida del ser humano, -piensan- buscando el proceso de su desarrollo normal físico y psíquico, impondremos a la educación un régimen que ha de ser favorable a la liberación de las energías. No queremos ocuparnos directamente de la renovación de la escuela; como sabios tampoco lo conseguiremos, porque todavía no sabríamos definir exactamente lo que debiera hacerse.

Procederemos por gradaciones lentas, convencidos de que la escuela se transformará a medida de nuestros descubrimientos, por la misma fuerza de las cosas. Si nos preguntáis cuáles son nuestras esperanzas, nos manifestaremos de acuerdo con vosotros en la provisión de una evolución en el sentido de una amplia emancipación del niño y de la humanidad por la ciencia, pero también en este caso estamos persuadidos de que nuestra obra se prosigue completamente hacia ese objeto y le alcanzará por las vías más rápidas y directas.

Este razonamiento es evidentemente lógico, nadie puede negarlo, y, sin embargo, en él se mezcla una gran parte de ilusión. Preciso es reconocerlo; si los directores, como hombres, tuviesen las mismas ideas que los reformadores benévolos, si realmente les impulsara el cuidado de una organización continua de la sociedad en el sentido de la desaparición progresiva de las servidumbres, podría reconocerse qué los únicos esfuerzos de la ciencia mejorarían la suerte de los pueblos; pero lejos de eso, es harto manifiesto que los que se disputan el poder no miran más que la defensa de sus intereses, que sólo se preocupan de la propia ventaja y de la satisfacción de sus apetitos. Mucho tiempo hace que dejamos de creer en las palabras con que disfrazan sus ambiciones; todavía hay cándidos que admiten que hay en ellos un poco de sinceridad, y hasta imaginan que a veces les impulsa el deseo de la felicidad de sus semejantes; pero éstos son cada vez más raros y el positivismo del siglo se hace demasiado cruel para que puedan quedar dudas sobre las verdaderas intenciones de los que nos gobiernan.

Del mismo modo que han sabido arreglarse cuando se ha presentado la necesidad de la instrucción, para que esta instrucción no se convirtiese en un peligro, así también sabrán reorganizar la escuela de conformidad con los nuevos datos de la ciencia para que nada pueda amenazar su supremacía. Ideas son éstas difíciles de aceptar, pero se necesita haber visto de cerca lo que sucede y cómo se arreglan las cosas en la realidad para no dejarse caer en el engaño de las palabras. ¡Ah! ¡Qué no se ha esperado y espera aún de la instrucción! La mayor parte de los hombres de progreso todo lo esperan de ella, y hasta estos últimos tiempos algunos no han comenzado a comprender que la instrucción sólo produce ilusiones. Cáese en la cuenta de la inutilidad positiva de esos conocimientos adquiridos en la escuela por los sistemas de educación actualmente en práctica; compréndese que se ha esperado en vano, a causa de que la organización de la escuela, lejos de responder al ideal que suele crearse, hace de la instrucción en nuestra época el más poderoso medio de servidumbre en mano de los directores. Sus profesores no son sino instrumentos conscientes o inconscientes de sus voluntades, formados además ellos mismos según sus principios; desde su más tierna edad y con mayor fuerza que nadie han sufrido la disciplina de su autoridad; son muy raros los que han escapado a la tiranía de esa dominación quedando generalmente impotentes contra ella, porque la organización escolar les oprime con tal fuerza que no tienen más remedio que obedecer. 


No he de hacer aquí el proceso de esta organización, suficientemente conocida para que pueda caracterizársele con una sola palabra: Violencia. La escuela sujeta a los niños física, intelectual y moralmente para dirigir el desarrollo de sus facultades en el sentido que se desea, y les priva del contacto de la naturaleza para modelarles a su manera. He ahí la explicación de cuanto dejo indicado: el cuidado que han tenido los gobiernos en dirigir la educación de los pueblos y el fracaso de las esperanzas de los hombres de libertad. Educar equivale actualmente a domar, adiestrar, domesticar. No creo que los sistemas empleados hayan sido combinados con exacto conocimiento de causa para obtener los resultados deseados, pues eso supondría genio; pero las cosas suceden exactamente como si esa educación respondiera a una vasta concepción de conjunto realmente notable: no podría haberse hecho mejor. Para realizarla se han inspirado sencillamente en los principios de disciplina y de autoridad que guían a los organizadores sociales de todos los tiempos, quienes no tienen más que una idea muy clara y una voluntad, a saber: que los niños se habitúen a obedecer, a creer y a pensar según los dogmas sociales que nos rigen. Esto sentado, la instrucción no puede ser más que lo que es hoy. No se trata de secundar el desarrollo espontáneo de las facultades del niño, de dejarle buscar libremente la satisfacción de sus necesidades físicas, intelectuales y morales; se trata de imponer pensamientos hechos; de impedirle para siempre pensar de otra manera que la necesaria para la conservación de las instituciones de esta sociedad; de hacer de él, en suma, un individuo estrictamente adaptado al mecanismo social.

No se extraña, pues, que semejante educación no tenga influencia alguna sobre la emancipación humana. Lo repito, esa instrucción no es más que un medio de dominación en manos de los directores, quienes jamás han querido la elevación del individuo, sino su servidumbre, y es perfectamente inútil esperar nada provechoso de la escuela de hoy día. Y lo que se ha producido hasta hoy continuará produciéndose en el porvenir; no hay ninguna razón para que los gobiernos cambien de sistema; han logrado servirse de la instrucción en su provecho, así seguirán aprovechándose también de todas las mejoras que se presenten. Basta que conserven el espíritu de la escuela, la disciplina autoritaria que en ella reina, para que todas las innovaciones les beneficien. Para que así sea, vigilarán constantemente; téngase la seguridad de ello.

Deseo fijar la atención de los que me leen sobre esta idea: todo el valor de la educación reside en el respeto de la voluntad física, intelectual y moral del niño. Así como en ciencia no hay demostración posible más que por los hechos, así también no es verdadera educación sino la que está exenta de todo dogmatismo, que deja al propio niño la dirección de su esfuerzo y que no se propone sino secundarle en su manifestación. Pero no hay nada más fácil que alterar esta significación, y nada más difícil que respetarla. El educador impone, obliga, violenta siempre; el verdadero educador es el que, contra sus propias ideas y sus voluntades, puede defender al niño, apelando en mayor grado a las energías propias del mismo niño.

Por esta consideración puede juzgarse con qué facilidad se modela la educación y cuán fácil es la tarea de los que quieren dominar al individuo. Los mejores métodos que puedan revelárseles, entre sus manos se convierten en otros tantos instrumentos más poderosos y perfectos de dominación. Nuestro ideal es el de la ciencia y a él recurriremos en demanda del poder de educar al niño favoreciendo su desarrollo por la satisfacción de todas sus necesidades a medida que se manifiesten y se desarrollen.

Estamos persuadidos de que la educación del porvenir será una educación en absoluto espontánea; claro está que no nos es posible realizarla todavía, pero la evolución de los métodos en el sentido de una comprensión más amplia de los fenómenos de la vida, y el hecho de que todo perfeccionamiento significa la supresión de una violencia, todo ello nos indica que estamos en terreno verdadero cuando esperamos de la ciencia la liberación del niño. ¿Es éste el ideal de los que detentan la actual organización escolar, es lo que se proponen realizar, aspiran también a suprimir las violencias? No, sino que emplearán los medios nuevos y más eficaces al mismo fin que en el presente; es decir, a la formación de seres que acepten todos los convencionalismos, todas las mentiras sobre las cuales está fundada la sociedad.

No tememos decirlo: queremos hombres capaces de evolucionar incesantemente; capaces de destruir, de renovar constantemente los medios y de renovarse ellos mismos; hombres cuya independencia intelectual sea la fuerza suprema, que no se sujeten jamás a nada; dispuestos siempre a aceptar lo mejor, dichosos por el triunfo de las ideas nuevas y que aspiren a vivir vidas múltiples en una sola vida. La sociedad teme tales hombres: no puede, pues, esperarse que quiera jamás una educación capaz de producirlos.


¿Cuál es, pues, nuestra misión? ¿Cuál es, pues, el medio que hemos de escoger para contribuir a la renovación de la escuela?

Seguiremos atentamente los trabajos de los sabios que estudian el niño, y nos apresuraremos a buscar los medios de aplicar sus experiencias a la educación que queremos fundar, en el sentido de una liberación más completa del individuo. Mas ¿cómo conseguiremos nuestro objeto? Poniendo directamente manos a la obra, favoreciendo la fundación de escuelas nuevas donde en lo posible se establezca este espíritu de libertad que presentimos ha de dominar toda la obra de la educación del porvenir.

Se ha hecho ya una demostración que por el momento puede dar excelentes resultados. Podemos destruir todo cuanto en la escuela actual responde a la organización de la violencia, los medios artificiales donde los niños se hallan alejados de la naturaleza y de la vida, la disciplina intelectual y moral de que se sirven para imponerle pensamientos hechos, creencias que depravan y aniquilan las voluntades. Sin temor de engañarnos podemos poner al niño en el medio que le solicita, el medio natural donde se hallará en contacto con todo lo que ama y donde las impresiones vitales reemplazarán a las fastidiosas lecciones de palabras. Si no hiciéramos más que esto, habríamos preparado en gran parte la emancipación del niño.

En tales medios podríamos aplicar libremente los datos de la ciencia y trabajar con fruto.

Bien sé que no podríamos realizar así todas nuestras esperanzas; que frecuentemente nos veríamos obligados, por carencia de saber, a emplear medios reprobables; pero una certidumbre nos sostendría en nuestro empeño, a saber: que sin alcanzar aún completamente nuestro objeto, haríamos más y mejor, a pesar de la imperfección de nuestra obra, que lo que realiza la escuela actual.Prefiero la espontaneidad libre de un niño que nada sabe, a la instrucción de palabras y la deformación intelectual de un niño que ha sufrido la educación que se da actualmente.

Lo que hemos intentado en Barcelona, otros lo han intentado en diversos puntos, y todos hemos visto que la obra era posible. Pienso, pues, que es preciso dedicarse a ella inmediatamente. No queremos esperar a que termine el estudio del niño para emprender la renovación de la escuela; esperando, nada se hará jamás. Aplicaremos lo que sabemos y sucesivamente lo que vayamos aprendiendo. Un plan de conjunto de educación racional es ya posible, y en escuelas tales como las concebimos pueden los niños desarrollarse líbres y dichosos, según sus aspiraciones. Trabajaremos para perfeccionarlo y extenderlo. 


Tales son nuestros proyectos: no ignoramos lo difícil de su realización; pero queremos comenzarla, persuadidos de que seremos ayudados en nuestra tarea por los que luchan en todas partes para emancipar a los humanos de los dogmas y de los convencionalismos que aseguran la prolongación de la inicua organización social actual.


Francisco Ferrer i Guardia


Tomado del libro La Escuela Moderna 

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