jueves, 19 de mayo de 2016

El bien, el mal y el hedonismo en Piotr Kropotkin - Ángel Cappelletti

Aunque la Ética de Kropotkin quedó incompleta, pues él sólo llegó a escribir la parte histórica que acabamos de examinar*, de este mismo panorama histórico así como de El apoyo mutuo y de otros varios escritos menores, pero particularmente de La moral anarquista, es posible extraer un esquema preciso de su filosofía moral.

La ética de Kropotkin es, ante todo, una ética naturalista, en cuanto rechaza todo tipo de fundamentación religiosa y no reconoce ninguna clase de influencia sobrenatural en el origen de las ideas y los sentimientos morales. El progreso de la ética a través de la historia se mide, ante todo, para nuestro autor, como vimos, por su capacidad de desligarse de la religión. En nuestra época ella no puede concebirse —piensa— sino como una disciplina articulada inmediatamente con la sociología y la biología, esto es, como una rama de las ciencias naturales. De un modo muy especial es en la zoología donde se enraíza la ética kropotkiniana, con su característica tesis del apoyo mutuo entre las especies animales como precedente natural y necesario de la moralidad humana.

Análogamente rechaza Kropotkin cualquier intento de fundamentación de la moral en entidades abstractas y se opone a la ética metafísica, reduciéndola casi a la moral religiosa, que encuentra su razón de ser en una relevancia sobrenatural. Kant y Fichte no se diferencian, para él, mucho de San Agustín y Santo Tomás.

De los anteriores planteos resulta fácil inferir que su ética, además de ser naturalista, es rigurosamente evolucionista. Pretende enmarcarse, en efecto, dentro del transformismo mecanicista de Darwin, al que considera como la última palabra de la biología y la clave de toda ciencia del hombre. Más aún, quiere remitirse a ciertas ideas del mismo Darwin quien, al revés de lo que hicieron luego sus seguidores y, particularmente, Huxley, había señalado el apoyo mutuo entre los miembros de cada especie como factor fundamental en la conservación y desarrollo de la misma. Junto a la lucha y el antagonismo de las especies por lograr su supervivencia hay que reconocer, como elemento no menos importante de la evolución, la ayuda mutua y la solidaridad. «La lucha por la vida» debe ser entendida, pues, en un sentido amplio y metafórico, teniendo en cuenta además que se trata, en gran medida, de una lucha contra las circunstancias y el ambiente.

En la natural e instintiva inclinación de los animales sociales a ayudar a los miembros de la propia especia (y, a veces, aun a los de otras); en la tendencia de dichos animales a convivir permanentemente; en el gusto que sienten en estar juntos, más allá de toda necesidad biológicamente inmediata, deben buscarse, según Kropotkin, las raíces de las ideas y los sentimientos morales de las humanidad. Como la inmensidad mayoría de los anarquistas rechaza, en consecuencia, la idea del pecado original (Bob Breen, The ethics of anarchism — «Anarqhy» — 16 — pág. 162).

La ética de Kropotkin acoge, en primer término, el hedonismo y el utilitarismo del siglo XIX. Lo que mueve al hombre a obrar bien o mal no es el ángel o el demonio de las representaciones religiosas tradicionales ni lo que «cierta jerga escolástica, honrada con el nombre de filosofía», denomina «las pasiones» y la «la conciencia», sino el deseo de hallar placer o de satisfacer una necesidad de su naturaleza. Tanto el hombre que quita a un niño un pedazo de pan como el que comparte su mendrugo con el hambriento; tanto el asesino que degüella a toda una familia como el idealista que sacrifica su vida por la liberación de los oprimidos, no buscan, en el fondo, sino un placer o una satisfacción.


«Buscar el placer, evitar el dolor, es el hecho general (otros dirían ley) del mundo orgánico, es la esencia misma de la vida. Sin ese deseo de hallar lo agradable, aun la vida fuera imposible. El organismo se desorganizaría, acabaría la vida», escribe en La moral anarquista. Y, a continuación, añade: «Así, cualquiera sea la acción del hombre, cualquiera sea su línea de conducta, obra siempre para obedecer a una necesidad de su naturaleza. El acto más repugnante, como el acto indiferente o el más simpático, son igualmente dictados por una necesidad individual. Obrando de un modo u otro, el individuo hizo lo que hizo porque al hacerlo sentía placer, porque de esa manera evitaba o creía evitar el dolor». Y agrega: «He ahí un hecho perfectamente claro: he ahí la esencia de lo que se denomina la teoría del egoísmo».[1]

El hedonismo, como se ve, encuentra, a su vez, su fundamento en el egoísmo. De tal modo cree Kropotkin destruir «el prejuicio de todos los prejuicios», ya que, para él, «toda la filosofía materialista, en sus relaciones con el hombre están en esta conclusión».[2] ¿Se podrá inferir de aquí que todos los actos humanos son moralmente indiferentes, puesto que todos, tanto los que se consideran comúnmente heroicos como los que se tienen por criminales, responden a una necesidad de la naturaleza? Esta conclusión «amoralista», que a fines del siglo pasado extraían sin duda muchos jóvenes anarquistas, tal vez bajo la influencia de Nietzsche o de Stirner, tal vez por la mera fuerza de la lógica hedonista, que los retrotraía a Mandeville y a la Fábula de las abejas o, cuando menos, a los nihilistas rusos de las década de los sesenta, es rechazada decididamente por Kropotkin. Deducir que todos los actos humanos son indiferentes y que no existen el bien ni el mal equivaldría, para él, a admitir que no hay en la naturaleza ni buen ni mal olor, que lo mismo da para el olfato el perfume de la rosa y la pestilencia del assa foetida, porque tanto la uno como la otra son producto de la vibración de las moléculas. En el fondo, el amoralismo y el indiferentismo moral son, para nuestro pensador, una consecuencia de la vieja moral teológica, que considera un acto como bueno si procede de una inspiración sobrenatural y como indiferente si no tiene semejante origen; que cree únicamente dignas de ser tenidas por morales a las conductas capaces de merecer recompensa o castigo. «El cura está siempre en su puesto, con su diablo y su ángel, y todo el barniz materialista no los puede ocultar. Y, lo que es aún pero, el juez, con su distribución de latigazos para unos y sus recompensas cívicas para otros, también está en su puesto. Y ni los principios de la anarquía bastan para arrancar de raíz la idea de castigo y recompensa».[3] (Cfr. Woodcock — Avakumovic, op. cit. págs. 280-282).

A todos ellos, teólogos y amoralistas, les responde: «¿El assa foetida huele mal, la serpiente me muerde, el embustero me engaña? ¿La planta, el reptil y el hombre, los tres, obedecen a una necesidad dela Naturaleza? Pues bien, yo obedezco a una exigencia de mi naturaleza odiando a la planta que huele mal, al animal que mata con su veneno y al hombre, aún más venenoso que el animal. Y obraré en consecuencia, sin dirigirme para esto ni al diablo, a quien, por otra parte, no conozco, ni al juez, a quien detesto más aún que a la serpiente. Yo, y todos los que comparten mis antipatías, obedecen a una necesidad de la Naturaleza. Y veremos cuál de los dos tiene de su parte la razón y, por consiguiente, la fuerza».[4] Respuesta que tiene el acento del anarquismo, pero que es, al mismo tiempo, digna de Spinoza.

Para distinguir el bien del mal no se necesita —repite sin cesar Kropotkin— ni una inspiración divina ni la intervención del imperativo místico o metafísico de la conciencia. Ya los animales sociales, al igual que el hombre, saben hacerlo. Y si se reflexiona un instante, se advertirá que lo bueno, tanto para una animal como para un filósofo, es lo útil; y lo malo, lo perjudicial. O, en otras palabras, bueno es, para todos, lo que causa placer; malo, lo que produce dolor.

Pero —y en esto se aparta ya Kropotkin de los puros hedonistas— «placer» tiene para él un sentido mucho más amplio que la mera satisfacción física. Los placeres más altos y codiciables son indudablemente, según su estimación, los placeres intelectuales y morales: la ciencia, la lucha por la justicia y la libertad.[5]

Por otra parte, el mero hedonismo y el mero utilitarismo quedan superados en Kropotkin por el hecho de que el sujeto del placer y del dolor que debe tenerse en cuenta es, para él, no el individuo, como decía Epicuro, Bentham y Mill, sino la sociedad.[6]

«La idea del bien y del mal no tiene, pues, nada que ver con la religión a la conciencia misteriosa; es una necesidad natural de las razas animales. Y cuando los fundadores de las religiones, los filósofos y los moralistas, nos hablan de entidades divinas o metafísicas, todo lo que hacen es repetir lo que la hormiga y el gorrión practican en sus pequeñas sociedades: ¿Esto es útil a la sociedad? Pues es bueno. ¿Es perjudicial? Pues es malo».[7]

Un problema se plantea, sin embargo, aquí, y Kropotkin no deja de enfrentarlo: ¿Qué debe entenderse por sociedad? ¿Cuáles son sus límites? Los límites de la sociedad, esto es, de los congéneres hacia los cuales un ser viviente se siente obligado, —responde— varían según las especies. Para las hormigas se reducen al hormiguero y casi lo mismo puede decirse de los hombres primitivos. El hombre civilizado, al comprender las relaciones íntimas que lo vinculan al último de los papúas, ensancha esos confines y extiende su solidaridad a toda la especie humana y a los animales.[8] El hombre civilizado se caracterizaría así por su capacidad de identificación con los demás, ya que sin identificación es imposible concebir la ayuda mutua, como bien dice Dachine Rainer (identity, love and mutual aid- «Anarchy» — 20 — págs. 297-298).

Otro problema conexo que Kropotkin plantea y responde es el de la universalidad e inmutabilidad del concepto del bien. ¿Cuándo se dice «bueno» o «malo», el contenido de tales nociones es el mismo para todos los pueblos y para todas las épocas? No, ciertamente —contesta-. Dicho contenido no tiene nada de inmutable. Varía de acuerdo con la inteligencia y con el saber adquirido. El primitivo encontraba bueno comerse a sus pobres ancianos cuando éstos comenzaban a ser una carga para la sociedad. Hoy tal conducta se consideraría criminal, pero los medios de subsistencia no son ya los de la Edad de Piedra. Sin embargo, aun cuando la apreciación de lo que es útil o perjudicial a la raza cambie, en el fondo queda inmutable. Este fondo se reduce al siguiente imperativo o, por mejor decir, al siguiente consejo fundado en una larga experiencia de la vida de los animales y del hombre: «haz a los otros lo que quieras que te hagan, en igualdad de circunstancia[9]».

Si nos preguntamos, pues, por el origen de la idea del bien y de mal que existe indudablemente en el hombre, cualquiera sea su desarrollo intelectual, encontramos —dice Kropotkin— varias respuestas erróneas o, al menos, incompletas: 1. º) La de los pensadores religiosos, para quines Dios inspira o infunde tal idea en las mentes humanas. Esta explicación es fruto, según él, del terror y de la ignorancia del hombre primitivo; 2. º) La de Hobbes y otros, para los cuales la ley desarrolla en los hombres el sentimiento del bien y del mal. Pero la ley —responde enseguida Kropotkin— no ha hecho otra cosa sino utilizar los sentimientos sociales del hombre para imponerle preceptos útiles a la minoría de los explotadores; 3. º) La de los utilitaristas, según los cuales la idea del bien y del mal equivale simplemente a la noción de lo útil o provecho para cada individuo. Aunque algo hay de verdadero en esta explicación —dice Kropotkin— quines la sustentan olvidan los sentimientos de solidaridad hacia el grupo y hacia la especie, cuya existencia es innegable.[10]

Mucho más cerca de la verdad se halla, según nuestro autor, Adán Smith, que encuentra el origen de la noción de bien en el sentido de simpatía. Pero ni siquiera él logra una explicación plenamente satisfactoria, ya que no comprende que dicho sentimiento de simpatía existe tanto en los animales como en el hombre.[11] «En toda sociedad animal, la solidaridad es una ley de la Naturaleza, infinitamente más importante que la lucha por la existencia, cuya virtud nos cantan los burgueses sus refranes, a fin de embrutecernos lo más completamente posible», escribe en La moral anarquista[12]. Y en el primer capítulo de la Ética dice: «El apoyo mutuo es el hecho dominante de la naturaleza, ofrece a las especies que lo practican ventajas tales que la relación de las fuerzas se halla totalmente cambiada en perjuicio de los animales de presa. El apoyo mutuo constituye la mejor arma en la gran lucha por la existencia, que los animales sostienen constantemente contra el clima, las inundaciones, los temporales, las tempestades, el hielo, etc., lucha que exige de continuo nuevas adaptaciones a las condiciones siempre nuevas de la vida... Siendo necesarias a la conservación, a la prosperidad y al desarrollo de cada especie, la práctica del apoyo mutuo se ha convertido en lo que Darwin hubo de definir como “un instante permanente” (a pemanent instinct), constantemente ejercitado por todos los animales sociales, incluso, naturalmente, por el hombre... Pero eso no es todo: este instinto, una vez surgido, será el origen de los sentimientos de benevolencia y la inserción parcial del individuo en el grupo; se convertirá en el punto de partida de todos los sentimientos superiores. Y sobre esta base se desarrollarán los sentimientos más elevados de justicia, de equidad, de igualdad y, en fin, lo que hemos convenido en llamar abnegación».[13]

El sentimiento de solidaridad, experimentado a través de millones de generaciones, se convierte en algo hereditario, se torna instinto permanente; este instinto hace posible el desarrollo y perfeccionamiento de las especies y la aparición y progreso de la humanidad. «Y cuando se estudia más de cerca el desarrollo o la evolución del mundo animal, —dice en La moral anarquista- se descubre (con el zoólogo Kessler y el economista Chezuychevsky) que este principio, traducido por medio de una sola palabra,solidaridad, tuvo en el desarrollo del reino animal, una parte infinitamente mayor que todas las adaptaciones que pudieran resultar de una lucha entre individuos por la adquisición de ventajas personales».[14]

La solidaridad, práctica que encontramos en todas las especies animales, resulta todavía más sorprendente entres los monos antropoides. Con el hombre se da otro paso adelante en tal camino, y esto es lo que le permite subsistir (siendo como es un animal débil y enfermizo) y desarrollar su inteligencia. «Cuando se estudian las sociedades de seres primitivos, que hasta la fecha quedaron al nivel de la Edad de piedra, en sus pequeñas comunidades se ve cómo la solidaridad era practicada en el más alto grado por todos los miembros de la comunidad. He aquí por qué ese sentimiento y esa práctica de la solidaridad no cesan nunca, no aun en las épocas anteriores de la historia. Aun cuando circunstancias temporales de dominación, de servilismo, de explotación, hacen desconocer este principio, queda siempre en el pensamiento de la mayoría, que hace contra las malas instituciones una revolución. Y esto se comprende fácilmente: sin ello, la sociedad perecería. Para la inmensa mayoría de los animales y de los hombres subsiste ese pensamiento. Y debe subsistir, en el estado de costumbre adquirida, de principio presente siempre en el espíritu, aun cuando con frecuencia se lo desconozca en las acciones. Y toda la evolución del reino animal habla en nosotros. Y es larga, muy larga: cuenta centenares de millones de años. Aun cuando quisiéramos desembarazarnos de ella, no nos sería posible conseguirlo. Más fácil le fuera al hombre acostumbrarse a caminar en cuatro patas que desembarazarse del sentimiento, que es anterior, en la evolución animal, a la postura recta del ser humano. El sentido moral es en nosotros una facultad natural, lo mismo que el del olfato y del tacto», dice también en La moral anarquista.[15]

La perduración multimilenaria y el acrecentamiento de la práctica del apoyo mutuo es lo que le permite precisamente a Kropotkin, afirmado en su básico optimismo, sostener la tesis de un verdadero progreso en la humanidad, aun cuando tal progreso no sea continuo ni constituya una cadena ininterrumpida. «El hecho mismo de que los movimientos de regresión que se producen periódicamente en los diversos pueblos sean considerados por la parte más culta de la población como fenómenos pasajeros, posiblemente evitables en el futuro, demuestra que el criterio ético se ha ubicado en un más alto nivel. A medida que en la sociedad civilizada aumentan los medios para satisfacer necesidades del conjunto de la población, abriéndose así el camino para una mejor comprensión de la justicia para todos, las exigencias éticas se tornan siempre por necesidad más elevadas. Así, situándose en el punto de vista de una ética científica y realista, el hombre puede no sólo creer en el progreso moral, sino también fundar esta creencia sobre bases científicas, a pesar de todas las elecciones de pesimismo que recibe. La creencia en el progreso, que al principio no era más que una simple hipótesis, se encuentra ahora plenamente confirmada por el conocimiento; por otra parte, es preciso no olvidar que la hipótesis precede siempre al descubrimiento científico». Dice en la Ética [16].

Es verdad —reconoce— que la ley y la religión se han aprovechado del principio moral en beneficio del gobernante y del sacerdote. Pero negarlo simplemente por ese hecho sería tan poco lógico como asegurar que uno no se lavará nunca, porque el Corán ordena abluciones diarias, o que uno comerá en adelante carne de cerdo con triquina precisamente porque Moisés prohibió comer cerdo a los judíos. De esta manera se opone Kropotkin a las conclusiones falsamente radicales y radicalmente falsas de quienes, dentro o fuera del campo anarquista, pretendían rechazar toda moralidad, fundándose en las vinculaciones históricas de los diferentes códigos y sistemas morales con la teología y la Iglesia por una parte y con la ley y el Estado por la otra.[17]

En verdad, ningún teórico del anarquismo se vio quizás tan obligado como Kropotkin a luchar contra el amoralismo de sedicentes anarquistas.

En su artículo titulado Más sobre la moral (En mcore la morale) aparecido en la Révolte, de París, en diciembre de 18914, responde precisamente a quines, por medio del mismo periódico, defendía el robo y proclamaban, en general, la caducidad de los principios éticos de la sociedad burguesa.

Si fuéramos un partido de la reacción, dice a los jóvenes anarquistas influidos por Stirner y, tal vez, por Nietzche, sería lógico que tratáramos de mandar y dominar a los demás, que quisiéramos adular y mentir para vivir bien, que intentáramos robar. En ese caso, obraríamos como magos y sacerdotes, reyes, militares y magistrados que, a través de la historia, han considerado los principios morales como inútiles y necesarios para la masa pero obsoletos para ellos mismos.

«Magos, brujos y sacerdotes, reyes, soldados y magistrados han predicado esta filosofía. Todos los partidos burgueses y jacobinos —hasta los socialistas estatistas de nuestros días— la han practicado y propagado. La han erigido en sistema de moral. Y aquí aun nuestro programa estaría pronto hecho, si fuésemos un partido de la reacción».[18]

Pero no somos (los anarquistas, se entiende) un partido de la reacción, sino todo lo contrario, la vanguardia de la Revolución —sostiene Kropotkin— y como a tales nos corresponde proclamar los principios de la Revolución no sólo en libros y discursos sino también en nuestra vida diaria. Para ello, ante todo, es preciso que nos liberemos de la pueril teoría de que el robo puede destruir la propiedad privada. El robo se ha practicado desde la época de los faraones y no por eso la propiedad ha dejado de gozar de buena salud. Al contrario, quien roba reconoce implícitamente el principio de la propiedad y lo consolidad.[19]Los pueblos primitivos, que no conocen la propiedad, no conocen tampoco el robo; en ellos quien tiene hambre va a sentarse por derecho propio en la mesa del que come. Sólo cuando el pobre deja de reconocer tal derecho, el rico declara que no le debe nada a nadie. «Se constituye así la propiedad, —dice Kropotkin glosando y completando la celebre sentencia de Proudhon— porque la propiedad es el robo y el robo es la propiedad».[20]

Por otra parte —arguye— no es verdad, como dicen los jóvenes amoralistas, que todo el mundo viva del robo y de la explotación. Para que haya ladrones y explotadores debe haber también robados y explotados. Robados y explotados son los millones de campesinos, de labradores, de obreros, ladrones y explotadores, los patronos, los banqueros, los políticos. Ahora bien —prosigue Kropotkin, expresando la misma idea que Sócrates en las Gorgias de Platón— siempre es preferible ser robado antes que ladrón, ser explotado que explotador. Somos —dice— el partido de la revolución, y precisamente por que lo somos no podemos perpetuar el robo, el engaño, la mentira y la estafa, que constituyen la esencia de esta sociedad que deseamos suprimir[21]: «No se puede abolir el Estado buscando meterse en sus filas. No se hace tambalear a la religión yendo a misa, cuando entre compañeros se alaba uno de haberle gastado una broma pesada al cura al hablar con él del buen dios. Lo mismo que no se puede abolir la propiedad practicando el robo, que es la apropiación, no se puede abolir a la sociedad basada en la mentira y la hipocresía, erigiendo como virtudes revolucionarias la mentira y la hipocresía».[22]

Aun cuando el nihilismo ruso de la década del 60 influyó mucho en la formación ideológica del joven Kropotkin y, particularmente en la configuración de su actitud crítica frente a las instituciones del Imperio, la siguiente fase del movimiento radical ruso, en el que campeaban, junto a la teoría cuasi-blanquista y cuasi-bolchevique de la minoría revolucionaria de Kachev, el amoralismo violento y destructor de Nechaev (el autor del Catecismo revolucionario, falsamente atribuido a Bakunin), no produjo en él sino una aversión (Cfr. Woodcock-Avakumovic, op. cit. pág. 102).

En cuanto a Stirner, Kropotkin siente por él tan poca simpatía como la que le demuestran Marx y Engels en la ideología alemana.

Es verdad que Kropotkin se considera «individualista», pero este término, que significa, para él, «partidario de la máxima expansión y perfeccionamiento de cada hombre singular», de ninguna manera se opone a «socialista» o «comunista». Por el contrario, el individualismo así comprendido supone necesariamente el comunismo como la forma más alta del espíritu de ayuda mutua, ya que sólo mediante este espíritu puede el individuo lograr la máxima potenciación de su individualidad.

Ya vimos (en el cap. I) cómo, durante su viaje a Estados Unidos, no logró acuerdo alguno con el anarco-individualista Tucker, cuyas ideas no eran, en todo caso, tan absolutamente opuestas a la solidaridad social como las de Stirner. Este, en su célebre obra Der Einzige und sein Eigenium, proclama, en efecto, que el yo es un ser que de tal manera se ama a sí mismo que no le queda sitio para amar a nadie más. El yo es un absoluto y como tal exige un amor absoluto y excluyente; es todo y todo le está permitido; es «causa sui» y, por consiguiente, no está sujeto a ninguna norma ni subordinado a ningún valor; lo bueno y lo malo no tienen para él sentido alguno «Stirner, pues, no conserva nada de comunitario: “Fraternidad, solidaridad”, etc., no son más que retórica huera» (Carlos Díaz, Las teorías anarquistas, Madrid, 1976, pág. 180). Para Kropotkin, en cambio, el individuo sólo logra su perfección y su felicidad a través de la cooperación, dando y recibiendo de los demás individuos, identificándose inclusive con la sociedad hasta olvidarse de sí mismo.

Es claro que dista mucho de ser un «moralista», en el sentido burgués de la palabra. «Lejos de nosotros —dice— el rigorismo de los hacedores de la moral».[23] Pero es demasiado lógico como para no advertir las contradicciones en que caen quienes pretenden acabar con el robo, robando, y con la mentira, mintiendo.

En las últimas décadas del pasado siglo y en las primeras del nuestro hubo en Europa bandas de «expropiadores» que, en nombre de la causa proletaria y de la anarquía, desvalijaban mansiones y asaltaban bancos. Hace pocos años, Thomas ha publicado sendos libros sobre Jacob y La bande o Bonnot.

Marius Jacob fue quien, con su vida y hazañas, inspiró al novelista Maurice Leblanc su personaje Arsenio Lupin. Este carece, sin embargo, de las motivaciones ideológicas de aquella banda de desvalijadores que llevó a cabo una serie de asaltos espectaculares y de sonados robos no sólo, en Francia sino también en Italia, España y Suiza. Personalmente, Jacob confesará ciento seis operaciones de este tipo, consideradas por él como actos de «expropiación individual». Del producto de sus robos Jacob donaba a la caja de la organización y a los órganos periodísticos de propaganda anarquista el diez por ciento. Hay que hacer constar, sin embargo, en su honor, que jamás apeló a la violencia. «Hábil y sarcástico, recusó a sus jueces, proclamando perentoriamente el derecho de robar cuando los que producen todo no tienen nada y los que no producen nada lo tienen todo» (F. Boussinot, Piccola enciclopedia dell’ anarchica, Roma, 1970, pág. 83).

Contra este tipo de anarquistas-ladrones se pronunció enérgicamente Jean Grave. Contra este tipo de anarquistas y contra otros, sin duda peores, que confundían totalmente «expropiación» con «apropiación», se dirige Kropotkin aunque no sin añadir: «Felizmente, en todos los tiempos, en todas las revoluciones del pasado, existieron hombres que odiaban los sofismas al igual que la sociedad basada en dichos sofismas. Para abolirla, éstos no predicaron la realeza o el papado, haciéndose sus servidores: antes que pactar se dejaron quemar en las hogueras. Odiando una sociedad de iniquidades, se rebelaron contra ella, en todas sus manifestaciones; primero individual y luego colectivamente. No buscaron ejemplos en sus padres esclavos; no doblegaron sus cabezas; abrieron rutas nuevas. Y, sin pretender que podían luchar contra la sociedad, cada uno en todos los lugares y cada día, lucharon contra cuanto pudieron, mientras sus fuerzas no flaqueaban y mientras no caían en la lucha. Muchos fueron aterrados, pero ninguna declaró vencido. Estos no tuvieron necesidad de buscar excusas por no haberlo podido hacer todo de una vez. Nadie pensó en reprochárselo. Sus vidas de abnegación y rebeldía hablaban bastante alto por ellos. Hagamos como ellos, y no tendremos más discusiones sobre el robo y las debilidades humanas. Tendremos la acción revolucionaria».[24]

El principio moral según el cual debemos tratar a los demás como queremos ser tratados por ellos equivale, para Kropotkin, en el plano social, al principio de la anarquía, ya que no es sino el principio mismo de la igualdad: «No queremos ser gobernados. Pero, a la vez, ¿no declaramos con esto que tampoco queremos gobernar? No queremos ser engañados, queremos que se nos diga siempre la verdad. Pero, a la vez, ¿no declaramos con esto que tampoco queremos engañar a nadie, que nos comprometemos a decir siempre la verdad, nada más que la verdad, sólo la verdad, toda la verdad? No queremos que se nos roben los productos de nuestro trabajo. Pero a la vez, ¿no declaramos con esto que respetamos el producto del trabajo de los demás?», dice en La moral anarquista.[25]

Esta correspondencia o paralelismo entre moral y política o, por mejor decir, entre moral y acción social, es una de las características esenciales del pensamiento ético de Kropotkin. Para él, la ética se constituye natural y necesariamente en la lucha del hombre por lograr una sociedad igualitaria y libre; el anarquismo es el fruto más alto de la evolución moral de la humanidad, iniciada antes que la humanidad misma existiera. «Declarándonos anarquistas —prosigue— proclamamos de antemano que renunciamos a tratar a los demás cual no quisiéramos ser tratados por ellos; que no toleraremos la desigualdad, la cual permitiría que algunos de nosotros empleáremos la fuerza, la astucia o la habilidad de una manera que a nosotros mismos nos degradara. Pero la igualdad en todo —sinónimo de equidad— es la anarquía; ¡al diablo el oso blanco (se refiere a una expresión de los kirghises) que se apropia el derecho de abusar de la sencillez de los otros para engañarlos! No lo necesitamos, y lo suprimiremos, si necesario se hace».[26]

No se trata, como se ve, de no resistencia al mal, en sentido tolstoiano, sino más bien de estricta reciprocidad, ya que, para Kropotkin, igualdad se traduce por reciprocidad en las relaciones humanas, y la igualdad es equivalente a la justicia, la cual es la base de toda moral. Por eso, no es suficiente luchar contra las instituciones que encarnan la desigualdad y la injusticia; también es necesario combatir contra el modo de sentir y de obrar que hace posible la existencia de tales instituciones: «Y no sólo declaramos la guerra a la trinidad abstracta de Ley, Religión y Autoridad. Haciéndonos anarquistas, declaramos la guerra a toda esa ola de engaño, de farsa, de explotación, de depravación, de vicio, de desigualdad, en una palabra, que inundarán todos nuestros corazones. Declaramos la guerra a su modo de obrar, a su manera de pensar. El gobernado, el explotado, el engañado, la prostituida, y así sucesivamente, hieren ante todo nuestros sentimientos de igualdad. En nombre de la igualdad no queremos ni prostitutas, ni explotados, ni engañados, ni gobernados».[27]

Pero, si esto es así, —Kropotkin prevé la objeción— ¿cómo podremos usar la fuerza contra quien invade nuestra tierra, contra quien nos explota, contra el tirano o la víbora venenosa? La podremos usar precisamente porque exigimos que los demás la usen contra nosotros, si alguna vez invadimos un país extraño, si explotamos o tiranizamos a otros.

Cuando la Perovskaia y sus compañeros asesinaron al zar, la humanidad entera les reconoció tal derecho, no porque pensara que aquél era un acto útil, sino porque sabía bien que por nada del mundo ellos hubieran consentido, a su vez, en ser tiranos. Es claro que, con este criterio, Kropotkin hubiera negado a todos los guerrilleros de nuestros días el derecho de la violencia, en la medida en que todos ellos luchan por conquistar el poder y no por suprimirlo. «La humanidad nunca rehúsa el derecho a emplear la fuerza a los que lo conquistaron, —dice— ya se use la misma en las barricadas o en un sombrío callejón. Más que alto acto produzca una impresión profunda en los espíritus, es necesario conquistar ese derecho. Sin eso, el acto, inútil o no, sería un simple hecho brutal, sin importancia para el progreso de las ideas. No se vería en él sino un uso indebido de la fuerza, una simple sustitución de explotador por explotador».[28]

Un elemento que Kropotkin no desdeña en su explicación de la génesis de la moral es el inconsciente. No se pueden asegurar que haya en esto una directa influencia de Freud y del psicoanálisis, pero lo cierto es que nuestro autor considera la vida inconciente «infinitivamente más vasta» que la conciencia y, además, «desconocida en otro tiempo».[29]

De cualquier manera, nuestro modo de obrar se convierte en «costumbre», es decir, en conducta motivada, por lo general, en esa vida inconciente. Y quien haya adquirido más «costumbres morales» será sin duda superior a quien obra por temor a los sufrimientos del infierno o por deseo de las alegrías del cielo.

«Tratar a los demás como quisiera uno ser tratado pasa en el hombre y en los animales sociables al estado de costumbre, aun cuando, por lo general, el hombre no se pregunte nunca qué debe hacer en tal o cual circunstancias excepcionales, ante un caso complejo o bajo el impulso de una pasión ardiente, experimenta vacilación, y las diversas partes del cerebro (órgano muy complejo y cuyas partes funcionan con cierta independencia) entran en lucha». En el noventa y nueve por ciento de los casos —agrega— no obramos moralmente porque decidimos aplicar en nuestras relaciones con los demás el principio de igualdad, sino por simple costumbre.[30]

La ética de Kropotkin es, como la Guyau, una ética sin obligación ni sanción. Al hablar de moral, pretende «exponer» no «imponer». La sanción terrena de la ley o ultraterrena de la religión son, para él, no sólo inútiles sino también contraproducentes.

Por una parte, el sentimiento y la práctica del apoyo mutuo están presentes en el hombre desde sus ancestros prehumanos y no hay temor tan fuerte como una conducta instintiva. Por otra, la educación, a medida que vaya extendiéndose, hará que la inmensa mayoría de los hombres obre teniendo como meta la utilidad social. ¿Para qué se necesitaría, pues, una sanción? La fuerza de la ayuda recíproca, que es un factor de la evolución, apuntala la moral desde el pasado; la fuerza de la educación, capaz de disparar prejuicios y falsos cálculos, la corrobora en el futuro.[31]

La moral pertenece así más al reino del ser que al del deber ser; es un hecho más que un valor, una realidad antes que una aspiración.

De cualquier manera, si «moralizar» significa algo, no puede querer decir sino «instruir» o «ilustrar». La posición de Kropotkin coincide, una vez más, con la de Sócrates. Pero asume, inmediatamente, toda la tradición del Iluminismo y del socialismo utópico al respecto. Kropotkin es, en esto como en otras muchas cosas, un hijo del siglo de las luces, aunque a diferencia de algunos iluministas, como Helvetius, no crea que la educación sea omnipotente y considere la herencia biológica como el fundamento de la moralidad humana.

Es preciso, sin embargo, insistir en el hecho de que, para él, educar no significa jamás transmitir órdenes, inculcar preceptos o imponer determinada conducta: «cuando vemos que un joven dobla la espalda, y se le oprimen así el pecho y los pulmones, le aconsejamos que se enderece y se mantenga en posición natural. Le aconsejamos que aspire aire con toda la fuerza de sus pulmones, que los ensanche, porque en tales prácticas está mejor la protección contra la tisis. Pero a la vez le enseñamos la fisiología, a fin de que conozca las funciones de los pulmones y elija por sí mismo la posición que considere mejor. No tenemos derecho sino a dar un consejo. Y esto, añadiendo después de darlo: Síguelo si te parece bueno».[32]

La sociedad no tiene derecho a castigar los actos antisociales; pero eso no significa que los hombres debamos renunciar, en una especie de indiferentismo moral absoluto, a amar lo que consideramos bueno y a odiar lo que creemos malo. Esto resulta suficiente para mantener y desarrollar los sentimientos morales en cualquier sociedad animal o humana y, por consiguiente, para mantener y desarrollar la vida misma de la sociedad. «Sólo una cosa pedimos: que se elimine cuanto en la presente sociedad impida el libre desarrollo de aquellos dos sentimientos (esto es, del amor a lo bueno y del odio a lo malo), todo lo que falsea nuestro juicio: el Estado, la iglesia, la explotación; el juez, el sacerdote, el gobierno, el explotador», escribe.[33] A medida que todos los obstáculos desaparezcan, a medida que vaya surgiendo una sociedad en la cual el servilismo y la hipocresía carezcan de sentido, es decir, a medida que se realice el ideal de una sociedad igualitaria, sin clases y sin gobierno, no sólo los principios morales perderán de hecho su carácter obligatorio para ser considerados como simples relaciones naturales entre individuos libres e iguales, sino que una nueva y más elevada moral aparecerá en la sociedad.

Puede decirse que la ética de Kropotkin se basa, según hemos visto, en el principio de la igualdad. Pero es claro también que para nuestro pensador dicho principio no sólo se opone a la exigencia de la libertad sino que, por el contrario, la implica y la supone. Desde este punto de vista, Kropotkin no sólo contradice a Hobbes sino también, en cierto sentido por lo menos, a Rousseau y a Marx. En La moral anarquista dice: «El principio igualitario resume las enseñanzas de los moralistas. Pero contiene también algo más, y ese algo es el respeto individual. Proclamando nuestra moral igualitaria y anarquista, negamos a apropiarnos el derecho que los moralistas pretendiendo siempre ejercer: el de mutilar al individuo en nombre de cierto ideal que ellos creen bueno. A nadie reconocemos ese derecho, que no queremos para nosotros».[34] E, invocando a Ibsen, a quien considera un anarquista que ignora que lo es, prosigue con esta vigorosa afirmación de los derechos del individuo: «reconoce la libertad del individuo; queremos plenitud de su existencia, el libre desarrollo de todas sus facultades. No es nuestro deseo imponerle nada... Renunciamos a mutilar al individuo en nombre de no importa que ideal: todo lo que nos reservamos es el expresar francamente nuestras simpatías y antipatías por lo que encontramos bueno o malo. ¿Fulano engaña a sus amigos? ¿Es voluntad suya, es propio de su carácter? Perfectamente, ¡Pues voluntad nuestra, cosa propia del carácter nuestro, es despreciar al embustero! Y pues que tal es nuestro carácter, seamos francos. No nos precitemos hacia él para estrecharle contra nuestro chaleco y darle afectuosamente la mano, cual hoy se hace. A su pasión activa opongamos la nuestra, tan activa y tan vigorosa como aquélla. Esto es cuanto tenemos el derecho y el deber de hacer mantener en la sociedad el principio igualitario, o sea, el principio de igualada puesto en práctica».[35]

Es estas ideas reconoce explícitamente Kropotkin la influencia de Fourier, al cual considera en diversas ocasiones como un verdadero precursor del comunismo anárquico. En efecto, por debajo de todas las concepciones éticas kropotkinianas corre la idea fourierista de que las pasiones humanos sólo son, en conjunto, peligrosas cuando explotan dentro de una sociedad opresora y oprimida.

Pero la influencia de Fourier, aunque Kropotkin no lo advierta de un modo expreso, no se limita a esto: va más allá, hasta alcanzar a Guyau, cuyo Esbozo de una moral sin obligación ni sanción, aun sin saberlo su autor, está escrito según un auténtico espíritu fourierista. (En nuestros días, Fourier ha sido el principal mentor de Marcase, cosa que éste no ha dejado reconocer).

Ahora bien, inspirándose precisamente en Guyau, «anarquista sin saberlo», encuentra Kropotkin un principio que, en lugar de estar implicado en el principio de igualdad, como el de la libertad individual, lo desborda y lo supera.

Este principio podría denominarse «el principio del exceso de vida».

El principio de igualdad, que equivale al de justicia, es el principio necesario de toda moralidad, pero no es su principio suficiente. En efecto, escribe Kropotkin en la obra que venimos glosando, «si las sociedades no conociesen más que este principio de igualdad; si cada cual, ateniéndose a un principio de equidad especial, se guardase en cada momento de dar a los otros algo más de lo que todos reciben, la sociedad caminaría hacia su fin». Y hasta la justicia dejaría de ser justa, si no buscáramos más que la estricta justicia: «Hasta el principio de igualdad desaparecería de nuestras relaciones, porque para mantenerlo se necesita que una cosa mayor, más bella, más rigurosa que la simple equidad, se produzca constantemente en la vida».[36]

En el hombre, lo mismo que en los animales, hay una superabundancia de energía, una fuerza que se esparce y se desborda. Ahora bien, dice Kropotkin citando y haciendo suyas las palabras de Guyau, la percepción de tal fuerza origina el sentimiento del deber, ya que «sentir interiormente lo que se es capaz de hacer, es saber lo que se tiene el deber de ejecutar», de tal modo que «el deber no es otra cosa más que una superabundancia de vida que pide ejecutarse» y «tener un fin es a la vez sentimiento de un poder».[37]

El deber se reduce al poder y el poder se percibe como deber. La exigencia absoluta del deber, el imperativo categórico de Kant, aparece así, para Kropotkin y Guyau, como una exigencia y un imperativo intrínseco de la vida misma, la cual no puede conservarse sino expandiéndose y propagándose.

Toda la educación moral de la humanidad, si la despojamos «de la hipocresías del ascetismo oriental», se reduce, por tanto, a una sola norma, la cual en realidad ni siquiera puede considerarse como una norma sino más bien como un deseo: «¡se fuerte!».[38]

«Lo que la humanidad admira en el hombre verdaderamente moral es la exhuberancia de su vida, que lo impulsa a dar su inteligencia, su sentimiento, sus actos, sin pedir nada en cambio de ello. El hombre fuerte de pensamiento y el hombre rebosante de vida intelectual tratan, naturalmente, de esparcirse. Pensar, sin comunicar su pensamiento a los demás, no tendría ningún atractivo. El hombre pobre de ideas es el único que, habiendo encontrado una con gran trabajo, la oculta cuidadosamente para ponerle, andando el tiempo, la etiqueta de su nombre. El hombre fuerte de inteligencia, se desborda de pensamiento; los siembra a manos llenas. Sufre si no puede comunicarlos; siémbralos por doquiera, porque eso constituye su vida. Lo propio sucede en cuanto al sentimiento», dice en La moral anarquista.Y añade, citando otra vez una frase de Guyau, que, según él, resume toda la cuestión de la moralidad: «No tenemos suficiente con nosotros mismos; más lágrimas que las que necesitamos para nuestros propios sufrimientos, más alegrías que las que pueda haber en nuestras existencia».[39]

Esta ética del exceso vital de Guyau, que toma en Nietszche la forma de ética del superhombre y de la voluntad de poder, se convierte inmediatamente en Kropotkin en ética de la acción social. La misma no puede concebirse sin un ideal. En efecto, —dice en la obra que comentamos— «lo vida no es vigorosa, fecunda, rica en sensaciones, sino a condición de responder a la sensación del ideal». Y añade: «obra contra esta sensación y sentirás su vida descomponerse: dejará de ser vida, perderá su vigor. Falta con frecuencia a nuestro ideal y concluirás por realizar su voluntad, su fuerza de acción. Pronto os sentiréis sin aquel vigor, sin aquella espontaneidad de decisión de otro tiempo. Serás un ser quebrantado».[40]

Ahora bien, este «ideal» que se presenta como condición de la intensidad y riqueza de la vida, no puede ser para Kropotkin otro que el del comunismo anárquico, esto es, la lucha ininterrumpida y continua, junto a los oprimidos, por edificar una sociedad plenamente justa y, al mismo tiempo, plenamente libre.

En una moral como la de Kropotkin y como la de Guyau, la oposición, clásica en la ética del siglo XIX, entre egoísmo y altruismo aparece claramente superada.

El bien del yo, lo que resulta útil a nuestra vida individual, lo que nos produce inclusive el más intenso placer, se encuentra precisamente en el expandirse y verterse en los otros, en el ser para los demás, en el hacer de nuestro yo un «todos». Para Kropotkin, los moralistas que partieron de la oposición entre egoísmo y altruismo plantearon mal el problema. Si tal oposición constituyera una realidad básica, si la felicidad de cada hombre fuera verdaderamente contraria a la de la sociedad, ésta no podría haber llegado a existir. Lo mismo puede decirse de todas las especies de animales sociales, que nunca habrían llegado a su actual estado de desarrollo: «Si las hormigas no experimentaran un placer intenso trabajando para el bienestar del hormiguero no existiría y la hormiga no sería lo que es hoy: el ser más desarrollado entre los insectos, un insecto cuyo cerebro, apenas perceptible, es casi tan poderoso como el cerebro ordinario del hombre. Si los pájaros no hallaran un placer intenso en sus migraciones, en los cuidados que prestan a la educación de sus hijos, en la acción común para la defensa de sus sociedades contra las aves de rapiña, el pájaro no habría llegado al desarrollo a que ha llegado. El tipo de pájaro habría degenerado, en vez de progresar. Y cuando el pensar prevé un tiempo en el que la dicha de la especie, olvida una cosa: que si las dos hubieran sido idénticas, ni aun la evolución del reino animal hubiera podido esperarse».[41]

Toda la argumentación de los anarquistas individualistas, como Stirner o, como más recientemente, Armand, carece de sentido desde este punto de vista (Cfr. Donald Rooum. The ethics of egoism — «Anarchy» — 21 — pág. 377).

La oposición entre egoísmo y altruismo queda superada, así, no ya de un modo abstracto y puramente racional, sino concretamente, a través de los datos de la biología.

¿Quiere decir esto que el egoísmo, como sentimiento y como actitud, no existe en la sociedad humana? Lo que existe —responde Kropotkin— y siempre existió, tanto en la sociedad humana como en la animal, es la falta de inteligencia y la imbecilidad: un gran número de individuos nunca llegan a comprender que su felicidad como tales individuos se identifica con la de su especie y que, siendo la felicidad igual a una vida intensa, no puede lograrla sino mediante una mayor identificación con todos sus semejantes.

¿Quiere decir esto que, contrariamente a lo que sostienen los filósofos utilitaristas, no hay en el hombre una serie de compromisos entre egoísmo y altruismo? Lo que hay en las actuales condiciones —vuelve a contestar— es que, por más que alguien quiera vivir de acuerdo a principios de justicia e igualdad, éstos se encuentran menoscabados a cada instante por la sociedad en que vivimos: por moderna que sea nuestra comida y nuestra casa, siempre hay millones que carecen de casa y pasan hambre; por poco que nos libremos a los goces del arte y del intelecto, seguimos siendo millonarios en comparación con aquella multitud a la que el trabajo manual embrutece y priva de todo placer espiritual.[42]

En resumen, podríamos caracterizar la ética de Kropotkin diciendo que es una ética de la positividad, es decir, una ética sin sanción y, por consiguiente, sin prohibiciones absolutas, donde lo importante es hacer y no abstenerse, donde lo que cuenta es la realización y acrecentamiento de la vida y no su moldeamiento conforme a normas o modelos preestablecidos. Podríamos decir que en ella, la máxima expansión de la vida individual no se comprende sino a través de la vida social, y que en cada individuo «ser yo mismo» equivale a «ser para la sociedad», de tal modo que ni el placer se contrapone al ideal ni el egoísmo al altruismo.

La ética de Kropotkin es una ética naturalista, no sólo en el sentido de que rehúsa radicalmente cualquier instancia teológica sino también en cuanto «naturalismo» se opone a «historicismo».

Desde este último punto de vista se presenta como fundada necesariamente en la biología y en aquellas ciencias del hombre que, nacidas al calor del positivismo decimonónico, son concebidas como una continuación de la biología y aun de la física (sociología, antropología, etcétera).

Las ideas y valores morales no pueden basarse sino en la vida de las especies que precedieron al hombre. La absoluta continuidad hombre-naturaleza tiende a proveer una nota de absolutismo o de no-relativismo a su moral.

La ética más que una disciplina filosófica, pasa a ser así una ciencia del hombre, la cual es, a su vez, ciencia de la naturaleza. La filosofía misma queda reducida, en su contenido específico, a una metodología de la ciencia (que, en última instancia, es siempre ciencia natural).

Al negar toda intrínseca relación entre filosofía e historia, elimina también Kropotkin el problema mismo de la praxis, problema que se plantea el pensamiento marxista. Más aún, detrás de su cientificismo evolucionista no es difícil descubrir un materialismo mecanicista, que comporta un estricto determinismo físico-biológico. Las dificultades que esto implica para la ética y, sobre todo, para una ética del socialismo y de la acción revolucionaria saltan a la vista. Ya Malatesta, crítico agudo del pensar kropotkiniano, desde una perspectiva que evidentemente no es marxista, ve en ello una flagrante contradicción (Pedro Kropotkin. Recuerdo y críticas de un viejo amigo, «Estudios sociales», 15 de abril de 1931).

Después de reconocer que «Pedro Kropotkin es, sin duda, una de las personas que más han contribuido —quizás más que Bakunin y Eliseo Reclus mismo— a la elaboración y difusión de las ideas anarquistas», por lo cual merece la admiración y el reconocimiento de todos los revolucionarios, escribe: «Kropotkin era partidario de la filosofía materialista que predominaba entre los científicos en la segunda mitad del siglo XIX, la filosofía de hombres como Moleschott, Buchner, Vogt, etcétera, y por consiguiente su concepción del Universo era rigurosamente mecanicista. Según su sistema, la voluntad —potencia creadora cuya naturaleza y origen no podemos comprender, como por lo demás no comprendemos la naturaleza y el origen de la “materia” y de todos los otros “principios primeros”— la voluntad, digo, que contribuye poco o mucho a determinar la conducta de los individuos y de la sociedad, no existe, no es más que una ilusión. Todo lo que fue, es y será, desde el curso de los astros hasta el nacimiento y la decadencia de una civilización, desde el perfume de una rosa hasta la sonrisa de una madre, desde un terremoto hasta el pensamiento de Newton, desde la crueldad de un tirano hasta la bondad de un santo, todo debía, debe y deberá suceder por una secuencia fatal de naturaleza mecánica, que no deja ninguna posibilidad de variación. La ilusión de la voluntada no sería a su vez más que un hecho mecánico. Naturalmente, lógicamente, si la voluntad no tiene ningún poder, si todo es necesario y no puede ser de otra manera, las ideas de libertad, justicia, responsabilidad, no poseen ningún significado, no corresponden a nada real. Según la lógica, sólo se podría contemplar lo que ocurre en el mundo con indiferencia, placer o dolor, según la propia sensibilidad, pero sin esperanzas ni posibilidad de cambiar nada. Kropotkin, por lo tanto, que era muy severo con el fatalismo de los marxistas, caía luego en el fatalismo de los mecanicistas, que es mucho más paralizante».

En respuesta a una insoslayable exigencia lógica, Kropotkin se planteó desde el principio la necesidad de fundamentar su acción social en una ética, y ésta, a su vez, en una visión general del mundo. Pero tal visión del mundo no podía ser, para él, hombre de ciencia inmerso en un clima de fuerte reacción contra la teología tradicional y contra el idealismo germánico, sino la que proporcionaba el por entonces pujante evolucionismo darwinista, detrás del cual es posible vislumbrar en seguida el materialismo mecanicista y reducionista. Pero he aquí que la acción social revolucionaria y la misma ética que inmediatamente la funda, chocan con dicha cosmovisión, en cuanto esta priva de sentido a la ética como ciencia normativa y a la revolución como concreción de ideales y como modificación radical de la realidad social por parte de los portadores de dichos ideales.

El determinismo mecanicista excluye por una parte toda injerencia sobrenatural en la concepción del mundo y de la sociedad, pero por otra, reduce al hombre a una cosa entre las cosas. Ahora bien, una cosa puede tener comportamiento pero no ética, puede provocar cambios en la realidad, pero no cambios revolucionarios, guiados por valores tales como la justicia y la libertad.

La contradicción en que incurre Kropotkin implica también una posición abierta entre los principios o bases de la ética y las consecuencias concretas de la misma.

Como ya hemos señalado al comienzo de este libro, él (y otros pensadores socialistas de su época), niegan, como materialistas y mecanicistas, las premisas del idealismo filosófico, pero coinciden con él en los resultados. Y lo que es más importante todavía: viven en sus actos, durante todos y cada uno de los momentos de su existencia, la libertad como autoafirmación, los valores como objeto de la libre acción moral. Como bien dice Malatesta, «la filosofía no podía matar a la potente voluntad que existía en Kropotkin». Porque, si bien estaba demasiado convencido de sus ideas como para renunciar a ellas, «también era demasiado apasionado, sentía un deseo demasiado intenso de libertad y de justicia, como para dejarse frenar por la dificultad de una contradicción lógica y renunciar a la lucha».

Ángel Cappelletti

Fragmento tomado del libro «El pensamiento de Kropotkin: ciencia, ética y anarquía». El título de este blog no corresponde al original. Capítulo titulado originalmente por Cappelletti como «La ética de la expansión vital como ética del socialismo».


Ángel Cappelletti se refiere al capítulo precedente del libro desde donde extraemos este artículo, N&A.


1 - La moral anarquista, el anarquismo — Caracas — 1972 — Ediciones Vértice — pág. 107-0108. (al citar corregimos a veces algún giro incorrecto de esta edición española). 

2-  3 - 4 - 5- -6 - 7 - 8- 9 - 10 - 11- 12-  Ibíd. 

13 - L’Etica. Págs., 31-32

14- La moral anarquista pág. 123.

15- Ibíd. 

16- LÈtica págs.

17- La moral anarquista págs. 124-125

18- Más sobre la moral, en El anarquismo — Caracas — 1972 — Ediciones Vértice — pág. 152.

19- 20- 21- 22- 23- 24 Ibíd.

25 - La moral anarquista, pág. 125.

26- 27-28-29-30-31-32-33-34-35-36-37-38-39-40-41-42- Ibíd.



1 comentario:

  1. El placer mas que un fin en si mismo pareciera ser consecuencia de la exuberancia de vitalidad, esa vitalidad es la que se puede convertir en actos de creatividad individual o manifestarse como apoyo mutuo, que es diferente a la compasión cristiana que tiene como objetivo identificar lo "bueno" con lo debil en el sentido del sujeto o grupo que se conforma con su situación esperando un mas alla celestial. El error por ejemplo en Nietzsche es haber identificado esa vitalidad creativa con el acto de dominación, sin embargo algo que se le podria objetar a Kropotkin es enfocarse exclusivamente en la ayuda mutua sin explorar la naturaleza de la vitalidad que se requiere para tal acción. Por lo que el criterio bueno/malo si se naturaliza tendria que ser lo bueno lo que promueve esa exuberancia de vitalidad y lo malo aquello que la apacigua me parece que ahi queda marcado el antagonismo entre un sistema social basado en la expresión plena expresión de un individuo y su colectividad y un sistema jerarquizado democratico o dictatorial que se renuncia a la plena expresión ya sea por el terror o por la culpa.

    saludos

    @de_humanizer

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